Colecciones o para qué sirven los recuerdos
María Sánchez Carbajo
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Coleccionar es querer atrapar algo de forma duradera en el tiempo y el espacio. Instalarlo en una repisa, en un libro de tapas de terciopelo o simplemente en nuestra memoria. Los álbumes de fotos atesoran recuerdos, los mejores momentos de un día, unas vacaciones, un viaje memorable. Las colecciones de sellos, sobre todo si han sido franqueados, son la prueba de que se envió y se recibió un mensaje. Alguien se tomó la molestia de escribir en una hoja de papel, se entretuvo en comprar un sobre con su sello y llevarlo a la oficina o el buzón de correos que obraría el milagro, que transportaría la noticia o la sorpresa, buena o mala, desde un lugar a otro. El correo –los sellos son los testigos– negocia con las distancias, los países, los idiomas y las costumbres. Los atraviesa, interviniéndolos, y hace desaparecerlas diferencias. Las neutraliza.
Mi madre coleccionaba minerales, tanto era su amor por la tierra. Todavía conservo la caja de cartón blanco donde los guardaba. Cada uno en su estuche y su pegatina con el nombre, la fecha y el lugar de recolección escritos con una letra inclinada y segura, a punta de su rotulador “Carioca” azul marino. Por ejemplo: Pirita, 5.10.1957. Tetuán (Marruecos). La forma en que coleccionamos habla de nosotros mismos, nos describe. Las piedras y fósiles de mi madre fueron el fruto de años de estudio y paciente clasificación. Mi padre, sin embargo, decidió un buen día, justo al volver de un viaje por Alemania, que coleccionaría jarras de cerveza de cerámica y se compró catorce de una sentada en la sección “Artículos del mundo” de unos grandes almacenes. No recuerdo que comprara ninguna más…
Y luego están las colecciones involuntarias. Esas que nos salen, que nos nacen como si fueran un sarpullido, una seta después de la lluvia, casi sin darnos cuenta. Objetos repetidos que, a fuerza de comprarlos en cada viaje, en cada visita a un mercadillo o a las tiendas de libros de viejo, se han convertido en compañeros amables y deseados en la parte alta de la biblioteca, el alfeizar de la ventana o, en el mejor de los casos, la vitrina de cristal que heredamos de la abuela.
Y así es cómo resultó que en mi familia coleccionamos bicicletas. Algunas las guardamos en la casa familiar, en el pueblo donde nació mi padre. Allí estoy ahora con Rodrigo, mi hijo mayor, limpiando el trastero de encima del garaje, un espacio enorme y abuhardillado que mi padre levantó años atrás cuando tuvo que arreglar el tejado de esta parte del edificio. Por si alguna hija lo quisiera aprovechar como vivienda, le puso claraboyas en el techo y abrió dos ventanas hacia el huerto del vecino, que siempre han dado problemas legales de luces y vistas y en la práctica están todo el día cerradas. Las paredes sin pintar dejan ver el bloque de hormigón que se usó durante la renovación. Era el material más duradero. De color gris y con un acabado rasposo, se ha cobrado unas cuantas heridas en los brazos y las piernas de quienes han pasado por aquí: usuarios atolondrados y algún que otro empleado de compañía de mudanzas. A mí me gusta el aspecto industrial de este lugar que un día, o en otra vida, sueño con convertir en loft rural donde exponer algunas de mis creaciones.
A esta casona solariega solo venimos temporadas cortas en verano y en invierno y lo cierto es que nunca tenemos tiempo de ir vaciando esta buhardilla, que se ha convertido en el almacén de lo que nadie quiere y sin embargo ninguno en la familia se atreve a tirar. Apilados contra la pared están los juguetes de madera de los chicos, la casita de muñecas de Jimena, el tren Thomas de Mateo y mis primeros juegos de magia o de química, que ya son casi piezas de museo. Y cientos de libros infantiles que no sé si mis nietos llegarán a leer algún día. Todavía me ríoal recordar lo pequeño que me ha parecido el kit de barita, guantes, chistera y naipes al volver a verlo en estos días. De pequeña llevaba esa caja de madera que tanto me pesaba y miraba por encima de ella con dificultad, para no caerme. Y resulta que ahora no es más grande que una laptop. El estuche de ‘Quimicefa’, por su lado, contiene minerales y productos que hoy se consideran tóxicos o explosivos con lo que estoypensando en retirarlo o, al menos, diezmar cuidadosamente su contenido. Quizá lo más sencillo sea tirarlo sin más. Que pase “directamente a la final”, como bromeo con los chicos cuando deciden prescindir de un chisme que se coló en el trastero por más de veinte años.
Las grandes supervivientes de esa masacre periódica en que consiste la limpieza del altillo del garaje son sin duda las bicicletas. Hay tres de ellas que siguen aquí después de tantos veranos. Reinando en su territorio de polvo y telarañas, nadie ha sido capaz de desprenderse de ellas. Deshacerse, desasirse, descolgarse, desplumarse, desquitarse, despellejarse, desnudarse. Me pregunto si la vida no será ir pelando capas de una cebolla inmensa o deshacer una madeja de lana hasta llegar hasta esa hebra mínima a la que seguimos amarrados mientras respiramos.
Rodrigo y yo subimos a la parte más alta. Algo ocurre con estos tres cuerpos de metal oxidado que parece que se hubieran quedado instalados en la epidermis de nuestra familia.
“¿Qué hacemos con la bici rosa, mamá?”, me pregunta,sentándose a duras penas en el pequeño artilugio que le llega casi a la altura de la rodilla.
“¡Uuuuf! Esta nos la regaló el vecino, Toño. ¿No te acuerdas?”
El chico mueve los hombros hacia arriba y menea la cabeza. “Yo debía ser muy pequeño”.
“Con ella os enseñó la abuela a andar sin ruedines. Primero a Jimena y después a Mateo, tú aprendiste con el mismo Toño. Ahí en la calle de delante”.
Mi madre siempre tuvo la paciencia que los padres no sabemos encontrar y aprovechó cada momento con sus nietos, consciente de que los veía a cuentagotas, de año en año, y de que su enfermedad se la llevaría por delante sin verlos crecer. “Yo solo quiero ver”, decía. “Solo ver”.
A la pequeña bici rosa siempre le fallaron los frenos y los chicos se habían acostumbrado a desacelerar con los pies. Por eso no la podían montar con chancletas y las suelas de las zapatillas se iban desgastando según avanzaba el verano, que era su forma de medir el nivel de diversión. Acabar el mes de agosto con el calzado reluciente no podía ser peor señal.
“¿Te acuerdas aquel día bajando la carretera de Orós Bajo, Rodri? Mateo no tendría ni cinco años y se embaló tanto en la cuesta …”. Los dos empezamos a reírnos. “Que tuve que tirarme delante de él con mi bicicleta para pararlo. Menuda loba… Todavía tengo este hombro algo tocado”, le recuerdo a mi hijo según me masajeo la articulación con la mano derecha.
Entonces clavo la mirada en el objeto arrinconado y descubroque, aún estando sucio y destartalado, se ha convertido con los años en una especie de rito de paso. Tan importante ha sido en la vida de mis hijos que ni el color ha sido problema para unos y otros. A Mateo siempre le gustaron los flecos de cuero que cuelgan de los tubos del manillar. Deshilachados y muy mermados, hoy parecen más bien el pellejo mugriento de algún animal muerto, pero ahí siguen, casi erguidos. Nadie se ha atrevido a arrancarlos. Casi sin darse cuenta, mis tres hijosdejaron de ser niños el día que le quitamos los ruedines a esta bicicleta.
Como huele un poco a humedad y a cerrado, decidimos abrir las ventanas. Entra de golpe el aire fresco de la tarde y nos dejamos despeinar con gusto. Abrimos solo el tiempo justo para ventilar y, mientras vigilamos, no dejar que se cuelen los gatos. Debajo de uno de los ventanales y tapada con una manta apolillada, estála bicicleta estática del abuelo Pascual, mi padre. Mientras Rodrigo la descubre y tira con cuidado de la tela, o de lo que los ratones y el polvo han dejado de ella, nos reímos y visualizamoslas horas muertas que pasaba ahí subido el buen hombre. Don Pascual, así lo llamaban en el pueblo. De pequeño nunca tuvo muchos juguetes y menos una bicicleta. Al salir de allí para estudiar el bachiller en la capital, su hermano Leo aprovechó para quitarse bien las mañas de campo que llevaban esos dos chiquillos pegadas al cuerpo como lapas ancestrales: pronto llegarían los guateques y las primeras novias, las salidas nocturnas hasta el amanecer y, por supuesto, Leo aprendió a andar en bicicleta. A Pascual, sin embargo, no le atraían las juergas y siempre le dio miedo subirse a aquel artefacto con ruedas. Recuerdo cómo me contó que el equilibrio le traicionó todas las veces que lo intentó, que no serían muchas.
“¿Cómo puede ser que el abuelo no supiera andar en bici? Un chaval de campo… no lo entiendo”, me dice Rodrigo, mientras pasa las manos por el sillín de cuero todavía en buen estado.
De marca Bianchi y de color blanco, estoy viendo el día que mipadre llegó a casa con aquel ingenio de hierro, perfectamente empaquetado y que iba a terminar con el aburrimiento de las tardes de lluvia. ¡Por fin voy a poder montar en bicicleta!, nos dijo triunfante a sus tres hijas y a su mujer. Sin salir de casa y sin destrozarme las rodillas… ¿A que es genial? Tanta ilusión le hizo la idea de ser ciclista que hasta le instaló un timbre en el lado derecho del manillar. A ver quién era la guapa que lo despertaba de aquel sueño…
Lo cierto es que, después de solo unos meses, la flamante “Bianchi” acabó en el altillo del garaje del pueblo, junto a los demás trastos viejos o inútiles. Resultó ser demasiado grande para tenerla en casa. Ahora se ha convertido en diversión favorita de Mateo y sus amigos en las tardes de final de verano. Los diales del tamaño de una naranja son lo mejor y además no son digitales: uno mide la distancia y el otro la velocidad, o eso parece. El cristal está tan rallado que apenas se ven las agujas de esos relojitos que se mueven al compás del pedaleo. Heintentado sacarla del garaje en más de una ocasión, pero los chicos, los tres, se han negado de forma rotunda. Como si tirándola se les fuera a borrar el recuerdo de su abuelo de un plumazo. Así que, de momento, aquí seguirá la bicicleta estática. Bien posicionada “en la semifinal”, lista para cuando los chavales crezcan y entiendan que no se puede vivir rodeado de reliquias y de recuerdos que pesan como anclas y que no nos dejan mirar hacia adelante. ¿O será cuestión de buscar un equilibrio, el diálogo calmado entre las raíces, lo que somos, y las alas para volar? Me quedo mirando el armazón de metal. Sonrío y pienso que, como sus dos hermanas, me transporta al pasado y a los recuerdos de la mano de mis hijos, que son precisamente la imagen viva de nuestro presente.
La última reina de la chatarra intocable es la BH de la abuela, aunque en realidad me la regalaron por mi comunión, a los siete años. En ella aprendí a pedalear sin ruedines, el mismo verano en que empecé a tontear con mi primo Moncho, el del barrio de La Peña. Al mirarla, apostado su esqueleto férreo al fondo de la pared de la escalera, me vienen a la memoria las excursiones al cerro alto, a la badina profunda y aquella noche en que los dos primos dormimos en el refugio del bosque forestal con solo doce años. Menuda se organizó por la mañana en casa…
Como no tiene barra y el manillar es muy ancho, a la abuela Pepa siempre le resultó la más cómoda de todas las bicis y se la agenció en cuanto pudo. Mi madre decía que tenía un sillín amable, como algodonoso, no como los de las modernas versiones para montaña que llevaban los nietos. Le instaló una cesta blanca de mimbre donde ir guardando las setas, las moras, los cardos, sus piedras o las piñas para hacer adornos de Navidad. Esa cesta sería su cómplice en los paseos al caer la tarde mientras le acompañaron la salud y sus tremendas ganas de vivir. Construida en la legendaria factoría ‘BH’ de motores, la más grande del país, tenía una mecánica sencilla pero sofisticada que la había convertido en artículo de coleccionista. El año pasado, un catalán me ofreció mil quinientos euros por ella, pero ni por esas. La ‘BH’ seguiría de momento en la familia. Ya nadie la monta, a pesar de estar en perfecto estado. A mí me sigue pareciendo bonita y peculiar y sé que un día se convertirá en juguete favorito de alguno de mis nietos. Por eso voto a favor de la amnistía un año más.
Estamos a punto de apagar la luz cuando Rodrigo encuentra en la esquina de la ventana que da a la entrada el último armatostedel día. Por encima de unos sacos de grano vacíos, asoma el manillar del “canguro”, una especie de gran muelle adosado a un bastón metálico, con un soporte en la parte media inferior para apoyar los pies. Regalo de cumpleaños de mi hermana mayor, el invento requería una destreza propia casi de un profesional delcirco. Para subirse, había que contar con la ayuda de alguna persona mayor, lo que convertía al juguete en asunto de por sí complicado. Ya está la niña con la lata del p… canguro, me decían cuando perseguía a alguna posible víctima de aqueljuguete imposible. Una vez arriba, había que mantener el equilibrio a base de saltos, sujetando con fuerza el manillar y empujando el cuerpo en movimientos verticales arriba y abajo. Arriba y abajo. Lo cierto es que nunca conseguí dar más de tres saltos seguidos y mis hijos no acaban de encontrarle la gracia. Además, al estar tan oxidado, es muy fácil hacerse heridas o que se infecten las que ya traen los chavales.
Nos miramos a los ojos y no lo dudamos. Sonrientes, destapamos el canguro y Rodrigo lo carga sobre los hombros:
“Ya tenemos ganador de este año, mamá”.
Salir de este altillo con un cargamento, por pequeño que sea, supone haberle ganado una batalla a la nostalgia. Lavarse las manos después para quitarse las manchas y el polvo de aquellos objetos dormidos nos sabe a deberes hechos. Allí siguen un montón de objetos que son marcas de vida, como las cicatrices que no se irán de nuestros cuerpos, pero que se hacen menos visibles cada año.
Salimos del garaje, dejándolo todo cerrado. Estamos a principios de septiembre y la tarde se va enfriando. Seguramente habrá tormenta esta noche. Al día siguiente toca preparar maletas y dejarlo todo listo para el viaje de vuelta.
Subo la escalera de la casa de mis bisabuelos y escucho una vez más el rechinar de las maderas al apoyar mi peso en cada peldaño. Cuántas pisadas, cuántas historias en este mismo patio. Cuántas huidas y cuántos encuentros. Voy pensando también que, si yo fuera un trasto viejo, me gustaría ser de los que se conservan o pueden llegar a ser parte de una colección. De esos que nadie consigue llevar a la basura. Por muy viejo o inútil que sea.
*Foto de Clem Onojeghuo en Unsplash
María Sánchez es autora y directora del Departamento de Global and Graduate Programs de la Universidad de Houston desde julio de 2023 hasta septiembre de 2024. Ha sido profesora de español en University of Houston.
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Posted: March 10, 2025 at 7:32 am