Primeros pasos
Adolfo Castañón
A Juan García Ponce
Cuando aquella vez se despidió de mí, me dio primero un beso en la mejilla y, luego de apartarse, otro. Yo había tenido muchas veces la tentación de estrecharla y mecerla entre mis brazos. Me había conformado con su voz enredándose en mi silencio mientras la ciudad alrededor nos envolvía con su rumor de río subterráneo. Ella había trabajado conmigo durante varios años en aquella oficina de la que salíamos. Conocía algunos de los secretos de ese espacio lleno de libros y papeles. A veces, después de dictarle o de corregir algo, ella se levantaba y miraba el cielo a lo lejos hacia las montañas y los volcanes que trazaban una frontera de sombra. Yo me ponía detrás de ella, sin tocarla. Dejábamos que el tiempo pasara entre nosotros como una luz. Nos quedábamos largos momentos de pie sin tocarnos, apenas sintiendo esa luz entre nosotros cuyo reflejo nos deletreaba. Luego podían pasar semanas o meses sin que nos viéramos o nos llamáramos. El tiempo transcurrido no era capaz de quitarnos esa facilidad con que podíamos entrar uno en el silencio del otro. Cuando nos veíamos, hablábamos de cualquier cosa o, más bien, de asuntos específicos de nuestro trabajo. Las circunstancias que los envolvían parecían hechas para sembrar las semillas de esos momentos de silencio compartido que atesorábamos como las aves que llevan objetos curiosos para adornar sus nidos y, acaso, para celebrar en lo alto no se sabe qué alado ceremonial. Sí, nos gustaba volvernos a ver. Nos preparábamos para esos encuentros en los que podía volver a manifestarse aquella tácita partitura de la luz… Tal vez nos era necesario vivir cada uno por su lado largos días, semanas, meses en que, en apariencia, nos olvidábamos uno del otro, aunque en rigor nos olvidáramos uno en el otro. No es fácil explicar esa forma de gravitación. Los astros, los planetas el sol, las estrellas gravitan entre sí. Los mueve el amor, dice un canto. Tal vez. Lo nuestro era más elemental, algo tenía de vegetal, de mineral o de animal, si se quiere. Pero más bien de un ser elemental cuya energía es más exacto llamar virulencia que pasión. Nos contagiábamos uno al otro, aquella comunión prosperaba en nosotros como un hongo o un coral, nos conducía a realizar cosas al mismo ritmo, estar en lo mismo, participar de un flujo que desembocaba en lo mismo. Desembocar. La palabra tiene que ver con boca. No nos habíamos besado nunca, pero nuestros labios dibujaban el mismo beso sobre la piel del mundo. Respirábamos tranquilos a la orilla del mar que se había abierto ante nosotros y cuyo oleaje se agitaba y caía movido por la misma gravitación. No respirábamos. El aire alentaba a través nuestro. Lo sabíamos. Tal vez ese doble beso quería decir ese espesor de la letra que se vuelve a escribir sobre sí misma dibujando un trazo idéntico. Recordar cómo la luz se había abierto paso entre nosotros y nos llamaba a cada uno y a los dos con un nombre secreto que ahora tendríamos que descifrar para poder pronunciarlo.
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Twitter:@avecesprosa
Posted: August 17, 2016 at 9:26 pm