Mar de estrellas
Carlos René Padilla
No. No. ¡No! No cierres los ojos. ¡Por favor! Sé que duele mucho, pero tienes que aguantar. Todavía no te puedes morir. Hazlo por la Felipa y la Agustina. Ellas serían las primeras en reprochártelo. Lo sé, porque yo las conozco rebién. Todavía no es tiempo de que dejes esta tierra. Pérate, deja te quito el morral y te lo pongo bajo la cabeza para que descanses. Tranquilo. Yo estoy aquí. Te aseguro que no me voy a ir a ningún lado. Mejor piensa en cosas bonitas mientras me cercioro qué tan grave es la herida. Imagínate, por ejemplo, el vestido de holanes que tanto le gustaba a la Felipa, el que no se quitaba ni para jugar a las escondidas con sus primitas allá cerca del gallinero. ¿Y cómo no iba andar para todos lados con él si se le veía precioso? Parecía un angelito de pastorela, de esos que ponen en las navidades afuera de la iglesia con un chingo de luces alrededor. ¡Ah, qué plebe tan atrabancada! No entendía razones. Y la Agustina atrás de ella todo el tiempo. Recordándole que no ensuciara el vestido blanco, pero si ya estaba todo percudido de tierra porque nomás se la pasaba chiroteando por todas partes. En cuanto te descuidabas ya lo traía puesto para ir a darle de comer a las gallinas o ir al tanichi por dulces. Yo la veía pasar mientras estaba en la esquina pisteando con mis amigos. Le gritaba que si a dónde iba, pero nomás volteaba, sonreía y seguía su camino rapidito. Yo sabía que atrás de ella iba a aparecer la Agustina con la chancla sosteniéndola arriba de su cabeza, igual que un cazador sujetaba su lanza. No. No. ¡No! No te aguantes, mejor grita, el dolor te puede mantener despierto. Ya ves que dicen que si cierras los ojos cuando estás herido el cuerpo se afloja y la muerte es cabrona, no le gusta batallar, y si te huele casi difunto, pos de volada llega. Ahora quita la mano de la panza para mirujear bien el daño con la lámpara. Mira nomás, tienes la camisa toda empapada de sangre, pero a la mejor no es tan grave, ya ves que en ocasiones son muy escandalosas las heridas. Tal vez no sea nada de qué preocuparse. Sólo un rozón. Porque deja te cuento de la vez que un méndigo coyote me trajo dando vueltas y vueltas durante toda una noche. Ya me tenía harto el maldito animal desde hacía semanas. Trampa que ponía en el gallinero, trampa de la que se escapaba. Y lo peor es que lo hacía con una gallina en el hocico, a veces una de buchi pelón, al otro día una colorada o una habada, imagínate, puras mermas, mucho dinero perdido y con lo fea que está la situación, ¿verdad? El pinche animal se creía muy vivo, suponía que podía venir cuando quisiera al corral, meterse, desplumar a una víctima inocente e irse muy orondo. No. No. ¡No! Así no son las cosas en la vida. Al menos no en la mía, te lo aseguro. Yo no iba a esperar que le fueran a dar el castigo al coyote en el infierno de los animales. ¡No, señor! El escarmiento es aquí, en la meritita tierra, pues. ¿Dónde cometió el crimen? Pues acá, por eso debe recibir su merecido en donde lo vea uno. ¿Qué chiste tiene que se imagine uno que lo están achicharrando en el infierno? Por eso decidí hacer a un lado lo de las trampas y esperarlo yo mismo cuando bajara al gallinero. Recuerdo que escuché clarito cómo rompía una rama antes de llegar. Luego apareció su hocico prieto. Porque has de saber que estos ojos son rebuenos para ver en la oscuridad. Nada más necesito ver la forma del cuerpo y listo: a disparar. Ni arriba ni abajo, justo en medio y de seguro le pegas. Es que imagínate, yo ya no quería deberle tantos intereses a don Guillermo, el cacique que me había prestado dinero para comprar las gallinas ponedoras y si se me seguían desapareciendo pronto me iba a quedar sin nada. Pero ya me desvié, como te decía, el cabrón me olfateó y dio media vuelta antes de entrar al gallinero. Me levanté y comencé a rastrearlo. Avanzaba el animal y yo atrás de él. Por todo el monte. Me aullaba, pero con un sonido diferente. Parecía que me decía que yo, un pobre vaquero, no iba a poder hacerle nada. Pero si algo soy, es necio. Lo seguí durante cuatro horas. Supe el tiempo nomás con el movimiento de la luna. Por el río, los matorrales, entre las choyas, por donde quiera se metía. Tengo que reconocer que le perdí el rastro al menos dos veces. ¡Hijo de la chingada! Cómo me preocupé. Pensé: este cabrón ya se me peló y yo de pendejo dando vueltas dioquis. Pero no, ya te dije que soy aferrado y a eso nadie me gana. Volví a encontrar sus huellas junto a unas pencas de nopal. Y ahí vino la mía. La ventisca cambió de dirección. Eso significaba que no me podía oler y sería más difícil que se escabullera. Cuando eso pasa, todos los animales bajan la guardia, dejan de huir. Su trote ya no es con aprensión. Las huellas se relajan. Piensan que ya la libraron, que se salieron con la suya. Y que mañana, cuando quiera, volverá a meterse al gallinero, porque nunca ha recibido un castigo. Entonces es la hora de atacar. Lo localicé a un lado de un mezquital. Tranquilo. Agarrando resuello. Parecía que podías acercarte a él y pasarle la mano por el lomo. Por un momento hasta pensé que debía traer hambre porque no había cenado. Pero no, no estaba dispuesto a tenerle lástima. No. No. ¡No! Ya estaba cansado de que me viera la cara de pendejo. Con esas deudas que lo agarran a uno y no lo sueltan. Le sorrajé un solo disparo. Justo aquí, abajito del gaznate. Aquello fue un borbotón de sangre. Pareciera que acababa de descubrir petróleo rojo. Pero el coyote no se murió de inmediato. Dio dos pasos y cayó de lado. Respirando de a poquito. Me acerqué para revisarle la herida como a ti, para ver qué tan malo estaba. De haber traído un poco de bacanora le hubiera soltado un chisguete. ¿Qué? ¿Morral? A ver. ¡Ah!, pero si andas bien equipado con tu botellita. Bueno, deja te echo un poco para lavar la herida. Te va arder. Aguanta. Y si quieres gritar, por mí no hay problema, no se lo voy a decir a nadie. Además si alguien escucha, que no creo, va a pensar que fue un ánima de las que a veces se ven por estos lugares por culpa de aquel terremoto que le dio en la madre al pueblo.
¡Ah!, qué bueno que ya despertaste. Te me desmayaste. No aguantaste el dolor cuando te cayó el alcohol, pero qué bueno que ya abriste los ojos. A la mejor te duele la cara, es que tuve que pegarte varias veces. No quería que te murieras así. ¡Mira!, te rompí la camisa para taparte un poco el agujero. ¿Qué? Sí. Fue un balazo el que te dieron. ¿No escuchaste algo? Como cuando se oye un trueno después del rayo. ¿Un sonido extraño y luego una punzada que parecía calentar todo tu cuerpo? Eso que oíste como un zumbido de piedra rasgando el aire a toda velocidad fue un tiro. Calibre veintidós para ser más exactos. Después llegó el dolor, ¿no? ¿Quieres tentar el agujero? Préstame tu mano. Toca. Yo sé que apenas es un boquetito. ¡Ah, pero como se mueven esas condenadas balas! Parecen ratones en cosecha de maíz. De un lado para el otro. Se mete en el cuerpo y no quiere salir. Cuando crees que ya la vas a sacar, un error y se te va. Se retuerce, no deja de viajar por dentro, se pega a una tripa o a lo que se encuentre. Una vez escuché a un hombre en la cantina del pueblo que contó de un balazo que le entró por el costillar a un compadre y cuando lo abrieron para hacerle la autopsia, ya la tenía en el corazón. No te asustes, no creo que sea tu caso, pero lo mejor es no hacer esfuerzos por hablar. Yo te platico para que no te me duermas otra vez. Imagina cosas lindas. Enfoca tu mirada en esos luceros arriba de nosotros, ¿a poco no están hermosos? Piensa cómo le encantaban las noches así a la Agustina. Recuerdo que ella decía que se le figuraba que el cielo era igual a un mar de luces arriba de uno. Que de un momento a otro, un barco, al revés, atravesaría el firmamento y se vería a los tripulantes diciéndole adiós a quienes los descubrieran. ¡Qué ocurrente, la Agustina! Siempre pensando ese tipo de cosas. Por eso fíjate allá arriba, para que no pienses en el dolor que te taladra todas las entrañas. Mira las estrellas. Relucientes. Hasta parecen recién lustradas. Mi tata me contaba que para allá se van las almas de los muertos y que ellos nos alumbran en las noches cerradas. Sí, como esta. Por eso el mar de estrellas nunca se seca, creo. ¿Pos cómo va a parar si todos los días cosechamos difuntos? ¿Te duele cuando respiras? Es normal. Es mejor hacerlo despacio, poquiteando cada resuello, sin avorazarte. Mira, te voy a decir la verdad de una vez: te tengo una noticia mala y una buena. No me llores, si todavía no te digo ninguna. Pérate tantito. Sí, ya sé, primero la mala, todos piden primero esa. Pues con la novedad que la herida sí parece grave. Tranquilo, tranquilo, no te me retuerzas. La buena es que si no respiras tan rápido eso te puede ayudar, no te rindas, no quiero que te vayas todavía, acuérdate de la Felipa y de la Agustina. Yo creo que si piensas en ellas aguantas más. Porque no ha existido niña más aguerrida en todo Bavispe que la Felipa, ¿verdad? Siempre atenta, ayudando a revolver la olla de frijoles a la Agustina, yendo por agua al pozo o ayudando a sus amiguitos si no entendían la tarea de la escuela. Sí, ya sé que no te quieres morir, no tienes que decírmelo, ¿quién en su sano juicio quiere eso? Pero pos a veces así es la vida. Prestada, como dicen las abuelas. Apenas los que se quieren dar piola, los que ya se cansaron de andar por este mundo, pero esos son aparte, yo mejor no me meto con ellos. Cada quien y hay que respetar. ¿Por qué te tocas la navaja? A ver, te voy a mover tantito para sacarla de la funda. Ahí está. Creo que te falta limpiarla un poco porque si no lo haces después de usarla se te oxida. ¿Qué? No. No. ¡No! No puedo sacarte la bala con eso, tengo buena vista pero no es para tanto. Te digo que no pienses en cosas tristes. Cosas bonitas, hazme caso, siempre cosas bonitas. Mira ese mar de estrellas que tienes arriba, el que siempre pone contenta a la Agustina. ¿Duele? Pues qué pregunta tan más pendeja te acabo de hacer, por supuesto que te duele, pero no importa que grites, ya te dije, puedes hasta aullar si quieres, aquí en la laborcita nadie te va a escuchar, a lo mejor lo único que terminan es confundiéndote con un coyote como el que te conté hace rato y que creyó que se me iba a escapar. Ja. ¿Esconderse de mí? Que lo mismo puedo cortar caminos para llegar más rápido a la labor o al pueblo. Yo que conozco todas las siembras como mis manos picoteadas por las gallinas. Manos cansadas de trabajar todos los días, pero aún destrozadas no dejan de hacerlo. Porque hay que pagar las deudas que uno agarra con los caciques del pueblo, sí, esos cabrones que lo único que quieren es dinero y más dinero. Que los intereses, que si no pagas te quitamos lo que más quieres, que se te acabó el plazo. Como ese cabrón de don Guillermo al que casi todos los del pueblo le deben. Y pos ni modo. ¿Que cómo llegué aquí? Caminando, veredeando por los campos, ¿no te digo que conozco bien todos los alrededores? No, no traigo troca para llevarte hasta el pueblo. Ya te dije que no te muevas mucho. El chisguete de sangre todavía sale fuerte, eso es bueno, significa que todavía puedes aguantar más. ¿No has oído que dicen que si te concentras en otras cosas el dolor disminuye? Por eso hazme caso. Imagínate a la Felipa y la Agustina en un día de campo, debajo de unos ahuehuetes, con burritos de machaca y un bule lleno de agua fresca, disfrutando el aire y el canto de los pájaros. ¿Mejor, verdad? ¿Otra vez tu morral? ¿Para qué quieres que lo abra? ¿Traes medicinas o algo? Ah, cabrón. Aquí hay dinero y es un buen guato. ¿Qué? ¿Si esto te alcanza para pagarle a un doctor y que te alivie? Pues yo creo que sí. Lástima que no hay ninguno por acá cerca, ¿o tú ves uno? Pero si apenas abres los ojos ¿Quieres que vaya y busque a un matasanos? Creo que ya empezaste a delirar, ya hasta se te soltó la lengua. ¿Una parte para mí y la otra para el médico? Hombre, ¡qué generoso!, pero no creo que sea buena idea dejarte solo. Es peligroso. ¿Oyes los aullidos? Hay mucho coyote rondando por acá cerca, yo los he visto cuando cuido el gallinero, algunos están flacos por no comer. Parece que se van a volar con el viento, y cómo no, si la sequía nos ha puesto una putiza a todos en el pueblo, por eso hay que pedir prestado, para mal vivir y comprar forraje para darle de comer a los animales. Yo hasta tengo que hacer el mío para ahorrarme unos pesos. En un bote de aluminio pongo a calentar maíz, sorgo y salvado todas las noches para tenerlo listo al día siguiente y dárselo a mis gallinas. Por eso mejor te digo que me quedo a esperar aquí contigo. Los coyotes no van a desperdiciar un buen pedazo de carne ahora que no dejo que se acerque ninguno al corral para llevarse mis gallinas. Lo más seguro es que últimamente se hayan alimentado de carroña, de desperdicios. Igualito que nosotros en el pueblo. ¿Que si va a pasar alguien por acá? Pues podría ser. Tal vez Gumersindo, estas tierras son de él. ¿Que si qué sucedió con el coyote? ¿Si lo salvé? Qué lo voy a andar salvando a ese hijo de la chingada, dejé que se desangrara poquito a poquito mientras le platicaba de todas las gallinas que había matado. No. No. ¡No! No digas que soy un cabrón, ojalá lo fuera. Soy justo. Así debe ser. Sí, ya sé que crees que nomás le estoy dando largas a tu agonizadera, pero quiero que aguantes por la Felipa y la Agustina, no lo olvides. No, ellas tampoco van a venir a ayudarnos, desgraciadamente, no. ¿Que quién soy yo si la parcela es de Gumersindo? Ah, pues yo soy el que te dio el tiro ese que te va a mandar a chingar a tu madre. Soy el que te estuvo siguiendo desde que saliste de mi casa. Esa a donde te mandó don Guillermo a cobrar el dinero de las gallinas. El viejo cacique que pensó que era mejor encargarle el trabajo a un forastero para tener menos bronca, pero te perdiste en los campos de siembra y fue más fácil encontrarte que al coyote que te conté. ¡Ah!, y para que lo sepas, la Felipa y la Agustina son mi niña y mi esposa, las que me negaron cuando llegaste con esa navaja sucia. Son mi pequeña y mi vieja. A quienes no alcancé a oír porque estaba atrás, en el gallinero, cuidando que no se metiera otro coyote, sin imaginar que un lobo entraba por enfrente. ¿No sientes que se te está parando el borbotón de sangre? Ya casi no tienes nada que te salga de ese cuerpo podrido. No te preocupes por el dinero que te pagó don Guillermo, en cuanto me desocupe de ti iré a devolvérselo personalmente. Y ahora sí te vas a quedar solo. Con los coyotes. Ahora quiero que veas el cielo, ahí deben de andar ya mi Felipa y mi Agustina, navegando, y si pelas así los ojos va a ser más fácil sacártelos porque no quiero que las mires cuando llegues a ese mar de estrellas.
«Mar de estrellas» forma parte del libro de cuentos Bavispe, ganador del «Concurso Llibro Sonorense» 2021 y del Premio Nacional «José Fuentes Mares» a obra publicada. Coedición de Nitro/Press – Instituto Sonorense de Cultura, 2022.
Carlos René Padilla (1977), narrador y periodista, vio por primera vez la luz… de las patrullas en Agua Prieta, Sonora, México. Ganador del Concurso del Libro Sonorense en los géneros novela, crónica, ensayo y cuento en diferentes años con los libros Amorcito corazón, No toda la sangre es roja, Los crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra, Hércules en el desierto y Bavispe (ganador del Premio Nacional «José Fuentes Mares» a obra publicada), publicados por Nitro/Press. Autor de Un día de estos, Fabiola, y de Yo soy el Araña, que fue galardonada con el Premio Nacional de Novela Negra «Una vuelta de Tuerca» 2016. Fundador de SoNoir, movimiento encargado de difundir la literatura policial y negra en todo el país. Sus cuentos han sido incluidos en antologías a nivel nacional, latinoamericano y en España. Actualmente se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón donde cocina para su esposa e hija, escribe y, en las noches, se escapa a un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.
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Posted: November 1, 2022 at 11:59 pm