Essay
Perdón por el polvo: Dorothy Parker

Perdón por el polvo: Dorothy Parker

Eve Gil

Para ella, que había reído tanto, llorar era delicioso.

Dorothy Parker

Mandar a todos al diablo es más complicado de lo que parece. Hacerlo con gracia, quiero decir. Se requiere de una diplomacia probablemente genética que no deje lugar a dudas de si va en serio o es otra de tus bromas. Conservar el charme y la barbilla en alto, que no te tiemble la voz. Nada de tambalearse: hay que ejercer dominio sobre los tacos mientras te declaras harta de tanto oropel gastado (ensayar mohín y mirada oblicua frente al espejo) y salir a continuación con la estola bien colocada y el crepé intacto. Esperar a abordar la limusina —o el taxi— para echarte a reír, o a llorar. Según. Éste sería más o menos el manual ético de Dorothy Parker, Dottie para los amigos, Mrs. Parker para acreedores y lamebotas, Dot para todos cuando se le subían los martinis a la cabeza.

Irónicamente, Dorothy moriría creyendo que pronto sería olvidada, que a la vuelta de una semana, si acaso, echarían un poco de menos su risita mordaz, su perfume, acaso su sombrerito ladeado, pero no su obra literaria. Cierto: había ganado una fortuna como libretista en Hollywood, misma que dilapidó alegremente en boutiques y bares, pero nunca destacó en su faceta como narradora y poeta. No sospechó que después de muerta, su obra sería leída e interpretada como ella hubiera querido, es decir, no literalmente sino como una metáfora de la decadencia estadounidense, destacando las absurdas imposiciones de «etiqueta moral» que, por supuesto, diferían para hombres y mujeres.

Dorothy Rothschild nació el 22 de agosto de 1893, en la casa de verano de su padre en Nueva York. Su apellido real no deja lugar a dudas respecto a su sangre judía ni a su linaje. El de la madre, Eliza Marston, de nacionalidad inglesa, no palidecía ante el de Jacob Henry Rothschild, descendiente de judíos alemanes, pues provenía de una acaudalada familia de armeros. El que Rothschild fuera rico, no impidió que los padres de Eliza pusieran el grito en el cielo: ¡un judío! Se complicaba el advenimiento de la futura Mrs. Parker. El día que por fin nació, nueve años después que su hermana Helen, los dolores de parto de Eliza fueron acompañados del crujir de los muros de la casa de verano, provocados por un huracán, y a los aterrorizados padres no se les ocurrió suponer que la beba de cabecita negra estremecería del mismo modo a Nueva York y a Hollywood con el filo de su pluma y de su lengua.

Por razones obvias, Dorothy pertenecía a la élite de damas adineradas, bobas, competitivas y filántropas que tan despiadadamente describe en sus relatos. Su padre era propietario de un gran taller de confección y venta de vestidos, con cien obreras bajo sus órdenes y cuyo salario mensual no hubiera cubierto el coste de una sola de las prendas salidas de sus manos. No es casual, por tanto, que las obreras y modistas explotadas figuren en la narrativa, dolorosa a veces, de Dorothy. Ya de niña empezó a dar señales del carácter que haría de ella una mujer fascinante: manifestaba su indignación ante la lamentable situación en que laboraban los empleados de su padre, a quien le caía en gracia la ardorosa defensa que su hijita hacía del proletariado. Ignoraba que Dottie no jugaba, que sus lágrimas de rabia eran tan genuinas como los rubíes que él repartía entre sus ocasionales amantes. Dorothy no representó un auténtico dolor de cabeza sino hasta poco después de la muerte de Eliza, cuando Jacob Henry desposó a Eleanor Lewis. Fue entonces que la pequeña Dottie se transformó en un genuino espíritu chocarrero, haciendo gala de su extraño talento para humillar y denigrar, y así continuó hasta que su madrastra amaneció muerta una mañana de abril de 1903, a consecuencia de una hemorragia cerebral. Dorothy quedó absolutamente convencida de que ella la había matado, por lo que se creó un complejo de culpa que al parecer nunca la abandonó. Ya entonces se había distanciado considerablemente de su padre. Es muy probable que éste, como los personajes varones de alta cuna y baja cama de los relatos de Dorothy, haya permanecido absorto en la sección financiera del periódico mientras su hija adolescente se escapaba con una maleta por la ventana.

Al revés de su hermana mayor, lo que se dice «una chica sensata», Dorothy hizo de las suyas en la Blessed Sacrament Academy, escuela dirigida por Hermanas de la Caridad que terminarían santiguándose ante aquel diablillo deslenguado que portaba liguero bajo la falda escolar. Tras su eminente expulsión se le matriculó en la prestigiada Miss Diana de Morristown, Nueva Jersey, donde las alumnas tenían garantizado el pase a la universidad de su preferencia, pero a Dot le importaba un rábano su futuro académico y dejaba pasar el tiempo entre perfumadas revistas de moda, chicles de fruta y barnices de uñas rojo sangre. Más adelante, convertida en Mrs. Parker, se ufanaría de que, gracias a dios, había aprendido a leer. Apenas graduarse del Miss Diana, Dot tomó su sombrero y sus guantes y se trasladó a una pensión de medio pelo para señoritas. Al cabo de una semana ya era instructora en una escuela de tango. Fue en esa misma época que le dio por escribir poemas funnies que llegaría a ver publicados en el New York Tribune. Por supuesto no se lo tomaba en serio, aunque sin percatarse estaba adquiriendo experiencia en el que sería su oficio.

Al cabo de un rato empezaría a colaborar con relatos breves en Vanity Fair y Vogue donde su deliciosa insolencia no tardaría en causar estragos. A decir de Ana María Navales, el secreto de la popularidad de Miss Dot consistía en saber dar en el corazón de la verdad con el certero dardo de su pluma, creando, sin proponérselo, una nueva manera de decir el caos. ¿Cómo concebir que una muchacha de exquisita educación y no menos afectada prosa, dirigiera la artillería pesada de su malévolo ingenio contra asuntos tan delicados como el racismo, la hipocresía de la clase media y la absurda etiqueta de la convivencia entre los sexos?

Leyendo los relatos de Dorothy Parker, es posible advertir la naturalidad con que fluyen el humor negro y la ironía, como la sangre por sus venas. Aunque poco autobiográficos, al menos no profundamente autobiográficos, cada relato es como un trozo de su intrincado temperamento que lo mismo puede ser frívolo que sofisticado, que sarcástico, que sensitivo. Su Narrativa completa, recogida en orden cronológico, refleja en forma admirable no sólo su evolución como narradora, que alcanza la maestría en «Una rubia imponente» (1929) y «Vestir al desnudo», en verdad conmovedores, sino una maduración de las características antedichas, empezando por esa conciencia social que parece haber nacido con ella. Sus críticos, no obstante, sólo vieron en ella ligereza y frivolidad, particularmente en el más recurrente de sus temas: la relación de pareja, enfocada por lo general en la falta de entendimiento entre hombres y mujeres. Escribe Regina Barreca en la introducción de la edición inglesa de su narrativa completa: «Hace poco, un crítico se quejaba de que Dorothy Parker carecía de “imparcialidad” e “imaginación”; otro, tras una reverencia, nos la describía con esta frase galante: “El alcance de su obra es reducido y lo que abarca es, con frecuencia, ligero”. Sin embargo, está claro que cuando sus críticos escriben no lo hacen impulsados por sus propias convicciones sino por sus propios prejuicios».

Su carácter decidido le costaría a Dot algunos problemas, como su célebre disputa con su primera editora, Edna Woolman, de Vogue, quien tuvo la ocurrencia de «sugerirle» a la joven autora que «suavizara el tono» de sus relatos, a lo que esta respondió con una lacónica carta de renuncia. Casi de inmediato se le requirió en Vanity Fair para sustituir nada menos que al escritor P. G. Wodehouse. Ese mismo año, la enérgica muchacha se casaría con quien la convertiría en Mrs. Parker: Edwin Pond Parker II, joven y agraciado corredor de bolsa que se prendó de ella y de su ingenio durante unas vacaciones en Connecticut. Tan prematura fue la decisión, que hubieron de recurrir a desconocidos para que fungieran como testigos. Apenas casarse, Edwin se alista en el ejército y Dorothy casi no volvió a verlo. Dicha experiencia pudo inspirar el hilarante cuento «El permiso maravilloso», publicado originalmente en Woman’s home companion, en diciembre de 1943, sobre la joven esposa de un soldado que no tiene tiempo siquiera de estrenar un camisón con cuello estilo Romney durante una fugaz visita de su marido. Aquella unión fue tan accidentada y llena de sobreentendidos como la del relato de Dot: la joven escritora, instalada en un diminuto apartamento de la calle 57, devorando novelas policíacas para no morir de hastío, sufriría la experiencia de un aborto y de una intentona de suicidio. La pareja se disolvería diez años después y Edwin moriría tres años más tarde, en 1933, a consecuencia de una sobredosis de píldoras para dormir, sin que se esclareciera si se trató de un suicidio o de un accidente.

Lo anterior nos hace ver que los Parker no se caracterizaban por su sensatez y aquella experiencia tornaría todavía más ácida la pluma de Dorothy (¡todavía!) cuyas críticas teatrales en Vanity Fair no se distinguieron por su condescendencia, como tampoco sus relatos. Escribiría sobre sí misma en el relato «La liga», publicado en New Yorker, el 18 de septiembre de 1928 y recopilado en Narrativa:

¿Conocen a Dorothy Parker? ¿Cómo es? ¡Oh, es terrible! ¡Es venenosa! Se sienta en un rincón y se queda enfurruñada durante toda la noche, sin decir ni pío. La mujer más sosa que has visto en tu vida. ¿Sabes?, dicen que no escribe ni una palabra de lo que publica. Dicen que paga a un pobre sujeto que vive en una casa de vecinos del sur del East Side, le da diez dólares por semana y se limita a firmar. El pobre individuo se ve obligado a escribir para mantener a su madre paralítica y a los cinco hermanitos que tiene a su cargo. Durante el día, además, cose ojales. Oh, es malísima.

No pareció muy afectada cuando en 1920 la echaron de Vanity Fair porque sus acres comentarios, a cual más impertinentes, fastidiaron a unos magnates de Broadway que exigieron su cabeza en bandeja. Dorothy recogió sus pertenencias y se acomodó el sombrero mientras exclamaba ¡Bah!, con ademán de su mano enguantada. No obstante su indiferencia, varios colegas de redacción renunciaron en protesta. Dorothy no podía quejarse: tenía amigos leales y sinceros que amaban su humor negro, entre ellos Robert Sherwood y Robert Bentley. Dot trasladó su envenenada tinta contra el mundillo teatral de Ainslee, al tiempo que publicaba satíricos versos contra el amor y los hombres en diversas publicaciones. Su primer libro, Enough Rope, era una reunión de esos exitosos trabajos que harían escribir al terrible Edmund Wilson que se trataba «de una poetisa (sic) distinguida e interesante». A éste le seguirían otros dos libros de poemas, Sunset gun. Death and taxes y Not so deep as well que le reafirmarían como poeta satírica que, presiento, ella no se tomaba en serio, al menos no tanto como a sus relatos que le granjearían la admiración del mismísimo Ernest Hemingway, con quien terminaría riñendo porque Dorothy repudiaba las corridas de toros.

Alternaba la escritura con otras dos necesidades vitales: el alcohol y el sexo. A decir de Ana María Navales, los requisitos que buscaba en sus eventuales amantes, cada vez más jóvenes, era que fuesen guapos, despiadados, y estúpidos. No faltaron los ricos herederos y empresarios, nada estúpidos por cierto, que lanzaron sus redes sobre la escritora que, a poco de cumplir cuarenta y exhibiendo los primeros estragos de su afición a la bebida (empezaba a perder su grácil silueta), se casó con el pobre pero talentoso Alan Campbell, aspirante a galán hollywoodense, de apenas veintinueve. Ella sorteó con gracia y elegancia los comentarios que suscitó la unión, llegando al extremo de hacerse pasar con descaro por madre de Alan que disfrutaba sus bromas, particularmente las expresiones de los embromados cuando «su madre» lo besaba a la francesa en la boca. Dorothy y Alan conformarían el dúo de libretistas más prestigiado de Hollywood, autores, entre otros, del guión de A star is born, galardonado con el Oscar en 1954. Antes de esto, sin embargo, Dorothy pasaría el muy amargo trago de un segundo aborto espontáneo a los cuarenta y dos años. La pérdida de juventud y esbeltez no le quitó elegancia ni el vicio por los sombreros, cada vez más caros y extravagantes.

En la medida que Dorothy se aficionaba al alcohol, se aclaraba su posición política y social, cada vez más evidente en sus relatos (en sus libretos no, por supuesto). Aunque era esto lo que la había hecho rica, Dorothy despreciaba en el fondo —o no tan en el fondo— su labor como libretista. A esas alturas se le había encasillado en el terreno de las comedias ligeras, las cuales, por cierto, carecían de la politización y de la conciencia social que permeaban la muy aparente ligereza de sus relatos. Fue en esa época, precisamente, que se acentuó su interés en el pensamiento político, muy presente en su narrativa de los años treinta como en «Altas horas de la madrugada», «Vestir al desnudo» o «Soldados de la República»: «[…] polvorientos y pequeños como son pequeños los hombres de una horda poderosa». Su posición anti bélica se disfrazaba hábilmente de ramplonería. Su tendencia, sin embargo, no podía ser otra más que de izquierda y terminó militando en el partido comunista, cosa que durante la «cacería de brujas» del senador McCarthy negó con su mejor máscara de pedante inocencia. Por debajo del agua organizó rumbosas fiestas de beneficencia cuyas utilidades iban a dar íntegras a los niños refugiados de la Guerra Civil Española. Animó incluso a Campbell a que se alistara en las fuerzas armadas durante la Segunda Guerra, aliviada acaso de su trauma con Parker. ¿Imaginó Dot que Alan terminaría liado con otra mujer estando en el frente? Él mismo lo reconoció en una carta. Regresó sin embargo en 1946, cuando ya la esposa engañada adelantaba los trámites del divorcio. Para entonces, los sombreros, las joyas y los guantes habían pasado de moda y cedido lugar a ropas mucho más modestas y un peinado sencillo. Mrs. Parker no sería la misma nunca más. No tanto por la infidelidad de Campbell, que sí le había dolido muchísimo. Su máxima frustración era no haber podido participar en el Cuerpo Femenino del Ejército como corresponsal de guerra debido a que se le consideraba muy mayor a sus cincuenta años.

Dot abandonó entonces la mansión que compartiera con Campbell para mudarse a un cuartito del hotel Algonquin. Todavía sostendría una relación importante con un colega guionista, Ross Evans, que terminaría abandonándola por otra mujer cuando juntos viajaron a México. Se afirma que Dorothy hizo chistes a costillas de la tendera por quien la habían dejado. Ni una lágrima, aseguran. Lo que nadie imaginó fue que reanudaría su relación con Campbell en 1950, como en su momento intentó limar asperezas con su primer esposo. Tras una tercera y definitiva ruptura, Dorothy tomó sus cada vez más exiguas maletas y se mudó al hotel Volney, donde vivían mujeres retiradas de la farándula. En esa modesta habitación escribió una obra teatral The ladies of the corridor, que habría de estrenarse en 1953. Por desgracia, las críticas no la favorecieron y eso terminó por sumergirla en un mar de alcohol. Moriría de un ataque al corazón en su cuarto de hotel, el 7 de junio de 1967. Lo que quedaba de su herencia fue legado a Martin Luther King y a la Asociación Nacional para Protección de la Gente de Color, donde reposan sus restos a petición expresa de la propia Dot.

En su epitafio se lee: «Perdón por el polvo».

*Este ensayo pertenece al libro Evaporadas – Las chicas malas de la literatura, Editorial Nitro/Press – Instituto Sinaloense de Cultura, 2018.  Para mayor información y adquisición del libro, entre aquíEvaporadas – Las chicas malas de la literatura es un libro de ensayos sobre la obra de veintidós autoras y sus tormentosas vidas. Desde Mary W. Shelley y Virginia Woolf hasta Kathy Acker y Carson McCullers, pasando por Delmira Agustini, Marina Tsvietáieva, Alejandra Pizarnik, y las mexicanas Elena Garro y Pita Amor.  

e Gil es narradora, ensayista y periodista cultural sonorense. Premio La Gran Novela Sonorense 1993 por Hombres necios. Mención honorífica en el Concurso del Libro Sonorense 1994, género dramaturgia, por Electra Masacrada. Premio Nacional de Periodismo Fernando Benítez en 1994, Premio El Libro Sonorense 1996 por El suplicio de Adán. Premio El Libro Sonorense 2006 por Jardines repentinos en el desierto. Paisaje y carácter sonorenses en la narrativa mexicana del siglo XX. Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006 por Sueños de Lot. Autora de las novelas Réquiem por una muñeca rota, Cenotafio de Beatriz y Virtus, y el ensayo La nueva ciudad de las damas (Difusión Cultural UNAM). Ha publicado una serie de novelas con el tema del manga japonés como Sho-shan y la dama oscura (2009, llevada al cine por Carlos Preciado Cid), Tinta violeta (2011) y Doncella Roja (2013). Tiene a su cargo la sección «Charlas de café» en la revista Siempre, y la columna «Biblioteca fantasma», en La Jornada Semanal. Recién se ha reeditado El suplicio de Adán, tras veinte años de una escandalosa censura oficial.


Posted: May 7, 2019 at 9:14 pm

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