Essay
ACAPULCO 2023 (crónica y fotocrónica)

ACAPULCO 2023 (crónica y fotocrónica)

Edgardo Bermejo Mora / Rogelio Cuéllar

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Nuestro colaborador Edgardo Bermejo y el fotógrafo Rogelio Cuellar viajaron a Acapulco a los pocos días del huracán Otis. Al cumplirse un mes de la tragedia presentamos en dos entregas un adelanto de la crónica que preparan como testimonio directo de lo ocurrido. Esta es la primera entrega.

1

Quisiera ser ahora mismo Aureliano Buendía, y que mi padre me llevara a conocer el hielo. Son las dos de la tarde y el sol cae a plomo en el Zócalo de Acapulco. Más que caer, los rayos del sol muerden a esta hora del día como si tuvieran rabia. Asfixian, atenazan. Entre todas las cosas que el viento del Huracán Otis se llevó hace una semana, la sombra que prodiga el follaje de los árboles es una de ellas.

El agua de la que disponemos para hidratarnos alcanza la tibieza indecorosa de una taza de té. La tomamos con el pesar de quien se lleva a la boca un trago de orines. No las palmeras, somos nosotros los borrachos de sol. Un pedazo de hielo sería el único remedio para bajarnos esta borrachera solar, pero no hay.

No hay hielo porque no hay agua y no hay agua porque no hay luz, o al revés, el orden de los factores no altera el calor. Si Hans Ruesch descubrió en el Ártico al país de las sombras largas, el reino sin frondas de Acapulco es su contrario.  No hay sombra porque no hay árboles ni palmeras que la proyecten. El viento enrachado los arrancó de raíz o les rasuró hasta la última hoja. Despojada de ese frágil patrimonio urbano que es la sombra, la ciudad arde de noche y de día.

© Rogelio Cuéllar: Zona Diamante

A esta hora de la tarde no sopla tampoco la más mínima brisa que refresque el ambiente, como si toda la reserva de viento del puerto se hubiera agotado sin remedio tras el paso del huracán. Sin ventiladores ni aires acondicionados, las casas y los edificios concentran aún más el calor y lo irradian a la ciudad como si toda ella fuera una inmensa caldera de cemento y ladrillos, un comal de asfalto sus calles: versión literal de Comala que bulle a la orilla del mar. Sólo que aquí, si los muertos regresaran del infierno por su cobija, les costaría mucho trabajo dar con ellas en una ciudad devastada que se cae a pedazos.

Y si hubiera luz y hubiera agua y hubiera sombra, tampoco habría hielo, simplemente porque no hay donde comprarlo. Todas y cada una de las tiendas del puerto han sido saqueadas hasta el último chicle. Destripadas con la furia de Aníbal y de Gengis Kan juntos. Ninguna se salvó de la rapiña. No hay lugar a la excepción.  Venimos a Acapulco porque nos dijeron que por aquí pasó un huracán, pero lo primero que nos encontramos al llegar es que no fue una, sino que fueron dos las calamidades que se cebaron contra el puerto: la de naturaleza, y la de la marabunta humana que en menos de 48 horas protagonizó el saqueo más grande del siglo. Acapulco, jueves 2 de noviembre de 2023. Lo que el viento, y lo que la mano del hombre se llevó.

2 

Salimos en punto de las seis de la mañana de la Ciudad de México rumbo a Acapulco. Viajamos en mi coche el fotógrafo Rogelio Cuellar y yo. Él con el propósito de capturar las imágenes de la tragedia y yo para intentar deletrearla. Nos interesa especialmente registrar el daño que le causó a la comunidad artística y a los espacios culturales de Acapulco. Seis horas después, faltando 30 kilómetros para llegar a nuestro destino, sobre la carretera aparecen las primeras señales del estropicio: algunos deslaves menores de tierra colorada —sangre de las entrañas de Guerrero—, árboles caídos —más bien flacuchos, incapaces de darle batalla al intruso cuando ya se transformaba en tormenta tropical— y maleza despeinada por el viento que transita sin remedio del verde al amarillo. Lo más notable a estas alturas del camino es un bloque de quince metros desprendido de la valla de hormigón que divide en dos los cuatro carriles de la Autopista del Sol. Fueron estos los últimos coletazos del monstruo y aun tuvo los arrestos para arrastrar como si fuera de papel una mole que debe pesar varias toneladas.

Conforme nos acercamos al puerto aumenta el tráfico y por momentos se detiene por completo. Nos tomará dos horas más llegar al Zócalo de Acapulco cuando ya estamos muy cerca. En algunos tramos se forma un sólo carril por el que transitan muy despacio caravanas de camionetas y decenas de camiones cargados de despensas y otros materiales de auxilio para hacer frente a la emergencia. Algunos se han hecho colgar banderas mexicanas y lonas con frases de aliento a los guerrerenses. A otra caravana la distingue un enorme estandarte guadalupano, y a otra más, las banderas amarillas con el escudo del Club América. La fe y el balón, católicos unos, hinchas del futbol otros, ambos solidarios. Predominan pese a todo los camiones de la Cruz Roja, y los vehículos militares.

A los jóvenes reclutas se les ve tiesos e insolados. Acaso la gorra les arrime un mínimo de protección, pero debajo de los chalecos antibalas, de las medias, las botas y las camisolas camufladas de campaña —abotonadas hasta el cuello— el sudor salitre de sus cuerpos debe escocerles la piel.  Permanecen sentados e impasibles en las bateas de sus patrullas artilladas. Al único uniformado que podría darle el aire refrescante es al que va de pie con las dos manos en el gatillo de un poderoso rifle Barret. La capucha que le cubre el rostro, sin embargo, le pichicatea ese derecho. Sin enemigos potenciales a la vista, me dan ganas de decirle que se la quite. Los dos o tres afortunados que viajan en la cabina, gozan de un fuero militar especial en la era del calentamiento global.

Son muy pocos los vehículos que transitan en sentido contrario con rumbo a Chilpancingo, casi todos lucen arañados y pringados de barro, con más de un vidrio roto, raspones y abolladuras. Mas que rodar, renquean. Zombis contrahechos de 4 y 6 cilindros que huyen de la pesadilla con las suspensiones averiadas, arrojando fumarolas negras por sus escapes flatulentos.

La caseta de La Venta —exenta de peaje— nos indica que ya estamos llegando. A partir de ahora el paisaje será una línea ascendente y continua en la gráfica de la destrucción.

Resultan más bien engañosos sus primeros signos: postes, cables, semáforos y señalamientos de tránsito derribados, láminas desprendidas de lo que debieron ser techados de negocios y bodegas —algo tienen ahora de acordeón o de chicharrón retorcido, materiales tangibles humillados por un viento inasible y virulento—. Hay también ventanales rotos, lodazales, montículos de basura acumulada, y no mucho más que eso. Lo peor, las torres de anuncios espectaculares que forman parte del paisaje nacional de la irregularidad urbana (su caída es singularmente dañina). Hasta aquí, los destrozos en la periferia empobrecida del puerto podrían atribuírsele a un fuerte ventarrón y a un aguacero pasadito de la raya.

El primer Oxxo destruido y saqueado que vemos a nuestro paso, cuando apenas comienza el tramo urbano de la carretera, al igual que una Bodega Aurrerá poco más adelante, y sobre todo las personas que se apuestan a la orilla del camino y manotean desesperadas pidiendo ayuda con sus improvisadas pancartas de cartón, nos recuerdan que esto no fue un ventarrón ni un aguacero, y que hay un doble trasfondo en este drama: el natural y el social.

Si es notorio que aquí debió pegar el huracán con menos intensidad que en las zonas costeras, la furia del saqueo que terminó en unas horas con cualquier artículo consumible en varios kilómetros a la redonda, y la falta prolongada de agua, de luz y de víveres en un inmenso suburbio ya de por sí depauperado, son las otras señales que nos ayudan a entender que la catástrofe de la naturaleza abrió un atajo que condujo al centro mismo de un drama de dimensiones históricas: la pobreza, la desigualdad y la violencia, los tres tumores que enferman al cuerpo lacerado de Acapulco, y que tras el paso de Otis formaron uno sólo e hicieron metástasis.

© Rogelio Cuéllar: Autos volteados / Caleta / Árbol centenario

El rostro de la entrada a la ciudad —aún reconocible, aunque un tanto desfigurado tras el paso de Otis— será la antesala siniestra de lo que vendrá después. Antes de tomar el Maxitúnel que desemboca en la zona céntrica de Acapulco, dejamos por un momento el camino principal y doblamos a la izquierda para recorrer algunas cuadras de Ciudad Renacimiento, uno de los referentes latinoamericanos de la marginación urbana y el subdesarrollo, cuyo nombre es un oxímoron, o mejor, un extravío semántico.  No nace, ni muere, ni renace aquello que es, en esencia, una utopía nonata: el arrabal que la demagogia transformó en modelo de desarrollo urbano para los hijos de la revolución institucionalizada, porque lo dotó de luz, agua, drenaje, bultos de cemento, varillas,  ladrillos, líderes de colonos, escuelas Benito Juárez, más varillas, más líderes, terrenos baldíos para reubicar los asentamientos irregulares de las colinas miserables que rodean a la bahía, y un transporte público concesionado que parecería el mismo que circula desde hace cuarenta años, entre baches, charcos y claxonazos. Armatostes donde ya no cabe un alma, porque todo lo ocupan los cuerpos (Monsiváis dix.it.).

Un retablo de la miseria que edifica su presente atribulado a la sombra de un cacique, de un guerrillero y de un redentor: Rubén Figueroa, Lucio Cabañas, y el presidente López Obrador.  Polígono D me suena como a un pabellón carcelario, o al título de una película dirigida por Fernando Meirelles, otra Ciudad de Dios.

Le llaman el Polígono D a las colonias del valle de La Sabana alejadas de la mano del progreso, donde lo único que renace cada sexenio son las promesas de cambio. Un retablo de la miseria que edifica su presente atribulado a la sombra de un cacique, de un guerrillero y de un redentor: Rubén Figueroa, Lucio Cabañas, y el presidente López Obrador. La repartición de las culpas desde 1982 es un múltiplo que ensaya la tabla del seis: 24 años para el PRI, 12 para el PAN, 6 de MORENA: 40 años de soledad. Polígono D me suena como a un pabellón carcelario, o al título de una película dirigida por Fernando Meirelles, otra Ciudad de Dios.

En un callejón sin pavimentar, cerca de la avenida José Gervacio, la fuerza del vendaval puso llantas para arriba a un viejo Tsuru, justo antes de que un árbol le cayera encima para rematarlo. Ayer carcacha, hoy cadáver de taxi en su sepultura de lodo y ramas, su aparición espectral indica que nos vamos acercando sin escapatoria al epicentro que concentrará la parte más considerable y letal de los daños.

De pronto Rogelio me pide detener el auto y se baja para tomar una foto. Circulamos ahora por la colonia Emiliano Zapata. Su ojo bien entrenado captó un signo bizarro en las paredes de lo que hasta hace unos días debió ser un estacionamiento o un lote de lavado de autos. Ahora sólo hay basura, y al fondo, sobre un muro blanco y descarapelado, el célebre dibujo en blanco y negro de la niña a la que se le escapa un globo rojo en forma de corazón. ¿Deberemos atribuir la autoría del grafiti a un discípulo acapulqueño de Bansky?

—¿Qué tal si es un Bansky original? —sugiere Rogelio— A lo mejor estuvo de incógnito en Acapulco y les dejó este regalito.
—Puede ser —le respondo—, tal vez visitó a su amigo Damien Hirts que tiene una casota en Ixtapa, y de paso se dio una vuelta por aquí.
—Estos nuevos artistas británicos son unos excéntricos —concluimos—.

Si el túnel que estamos ahora por cruzar le hiciera justicia a lo que nos espera del otro lado, tendría que haber copiado a la entrada de su enorme galería que se extiende por tres kilómetros la inscripción que Dante encontró en las puertas del infierno: “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”. Infernal es también el ruido que se genera en sus entrañas. Ignoramos de donde viene. Es un rugido maquinal que de tan ensordecedor nos apura a buscar “la luz al otro lado del túnel” pero aquí la frase tan sobada —que por lo general es sinónimo de esperanza— habrá de adquirir un sentido diametralmente opuesto: la luz del otro lado es un reflector que apunta al foro maltrecho de una ciudad por la que pasó, enfurecido, un huracán.

 3

Una expresión que delata la etapa oral de algunos de nuestros mexicanismos me asalta apenas salimos del Maxitúnel. Me sale de lo más profundo, a la mitad entre el asombro y el lamento: “¡No mames!”. La repito hacia afuera y para mis adentros una y otra vez, mientras sigo avanzando al volante y con la mirada intento en vano hacer el inventario de los destrozos. La cámara de Rogelio, extensión telescópica de sus ojos, apunta y dispara sin cesar desde el asiento del copiloto. De todas las formas que adopta la danza de la destrucción —techos desplomados, muros derribados por el viento, huecos y habitaciones al desnudo donde hubo alguna vez ventanas, una inmensa alfombra de escombros, ropa, zapatos, papeles, juguetes y basura— hay una que me perturba sobre todas las demás porque tiene la facha de las escenas distópicas de la cinematografía. Más bien tres: las cabezas y torsos de muñecas descuartizadas en el pavimento; los osos y animalitos de peluche que algún niño o alguna novia extrañará; y los autos abandonados.

De estos últimos me impresionan menos los volcados por el viento, o aquellos que lucen con los vidrios rotos, aplastados por un poste, o desbalijados y sin llantas —víctimas de la turba carroñera—, que los que simplemente se quedaron a la orilla del primer puente por el que cruzamos sobre la avenida Cuauhtémoc. Como si sus tripulantes se hubieran echado a correr dejando sus autos a merced de la tormenta. Son muchos, casi todos carcamanes que hacen fila en el pasillo de los condenados al deshuesadero. Ha pasado una semana que fueron abandonados a su suerte, y nadie regresó por ellos.

Kris Kelvin, el psicólogo astronauta que en la novela célebre de Stanislaw Lem viaja al planeta Solaris, describe así uno de sus encuentros con el paisaje de ese mundo lejano y extraño, alumbrado por dos soles, y cubierto de un enorme océano que es, a su vez, una singular criatura pensante: “Era increíble lo mucho que se parecía a una ciudad arcaica y semiderruida, o a un exótico asentamiento marroquí de hace siglos, destruido por un terremoto u otro cataclismo. Un buque en pleno naufragio, moviéndose a la deriva mientras giraba muy despacio sobre sí mismo”. Acapulco mirado desde el puente de los autos huérfanos: un Solaris tropical. Un naufragio urbano.

Regresamos al coche y al bajar del puente, a cien metros de un centro comercial —que como todos los demás del puerto, sin excepción alguna, son ahora un cementerio de fierros y un monumento a la depredación en la era del post capitalismo— nos encontramos con otra estampa sugerente: tres o cuatro carritos de supermercado vacíos y abandonados, que ocupan el segundo de los tres carriles de la avenida por la que cruzamos —el primero, ya sabemos, le pertenece a las moscas y a la basura de aliento fétido—.  Un nuevo cuadro de la desolación en el paisaje distópico del consumismo insurrecto. “El primer exorcismo contra la escasez es el recuerdo del derroche”, apuntó Carlos Monsiváis en Apocalipstick, al referise a ese nuevo dios de nuestra modernidad: el Chac—Mall. Aquí ya sólo queda lugar para su profanación.

Poco más adelante, sobre la acera, el esqueleto despanzurrado de dos máquinas expendedoras de refrescos que ya nadie tuvo la molestia de retirarlas del camino —o al menos ponerlas de nuevo en pie— me indica que los peatones han sido despojados temporalmente de sus derechos de paso en la nueva polis acapulqueña que sucedió a la catástrofe. Mientras Rogelio toma y toma fotos del centro comercial y sus alrededores, me detengo por un momento a observar estas máquinas recién ultrajadas con la curiosidad meticulosa de un arqueólogo o de un entomólogo: dos escarabajos de acero abiertos en canal. El engranaje de cartuchos, resortes, cables goznes y mangueras —las entrañas de un ser mitad robot tragamonedas, mitad frigorífico— me reserva una sorpresa cuando remuevo con el pie una de sus compuertas fracturadas: una lata abollada de Coca—Cola que escapó del ojo de los saqueadores. La última coca del desierto.

En el preciso momento en que me inclino para recogerla me viene a la mente una escena conmovedora que le debemos al novelista estadounidense Cormac McCarthy. En La carretera (The road, 2006) un padre y su hijo pequeño —que han sobrevivido a un apocalipsis cuyas causas desconocemos— deambulan sin rumbo por los escombros de una civilización aniquilada.

“A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.

—¿Qué es, papá?

—Una chuchería. Para ti.

—¿Qué es?

—Ven. Siéntate.

Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico.

—Toma, dijo.

El chico cogió la lata.

—Tiene burbujas, dijo.

—Bebe.

El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello.

Está muy rico.

—Así es.

—Toma un poco, papá.

—Quiero que te la bebas tú.

—Sólo un poco.

Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió.

—Bebe tú. Quedémonos aquí sentados un rato.

—Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?

—Nunca más es mucho tiempo”.

No bien la tengo en mis manos advierto que algo brilla sobre el suelo. Un destello plateado apenas perceptible que el sol del mediodía rescata de la opacidad sofocante del pavimento: es una diminuta moneda de 50 centavos acuñada en 2023, que la turba prefirió olvidar. De un lado el escudo nacional, del otro un fragmento de lo que solíamos llamar el Calendario Azteca. “¿Águila o Sol? El poema de Octavio Paz que así se titula parece que le ha reservado una estrofa a este momento de Acapulco: “ciudad agarrada al suelo con uñas y dientes, ciudad de polvo y plegarias”.

4

La figura de Virgilio aparece en dos obras literarias que al mismo tiempo transcurren en Acapulco, lo recorren, e intentan descifrarlo. Con medio siglo de separación entre una y otra, en ambo casos sus autores invocaron al poeta latino que guio a Dante por los círculos del Infierno para nombrar al personaje que les abrió el camino en su exploración del puerto. Aparece como uno de los protagonistas de la novela de José Agustín Se está haciendo tarde, final en Laguna (1973) y es también Virgilio el seudónimo que Julián Herbert eligió para el periodista local que le condujo por los barrios marginales de Acapulco, en la crónica que aparece en el libro Ahora imagino cosas (2019). Mi propio Virgilio, quien nos ayudará a recorrer Acapulco para tratar de entender la dimensión de lo ocurrido a su comunidad cultural, también es poeta. Se llama Citlali Guerrero. Lleva en el apellido un doble signo de identidad.

© Rogelio Cuéllar: Citlali Guerrero

Además de la poesía —pertenece al Sistema Nacional de Creadores—, Citlali ha dedicado buena parte de su vida a la promoción cultural como gestora independiente. A lo largo de dos décadas que van del esfuerzo al coraje, del entusiasmo a la frustración, ha contribuido a la conformación de una comunidad literaria, artística e intelectual para Acapulco de la que desde el centro lo desconocemos casi todo. También participó en la creación y en todas las ediciones posteriores del Festival de la Nao, que desde 2007 propone rescatar desde las artes la tradición histórica de Acapulco vinculada al Océano Pacífico y al mundo asiático. Ha tenido diversos encargos en las instituciones culturales del estado y del municipio, y se puede afirmar que conoce a toda la comunidad cultural de su entorno y todo lo que ha esa comunidad, a sus espacios, festivales y carteleras les sucede.

Conoce también a los funcionarios. ¿Eso es bueno, es malo, o las dos?, le pregunto. Ella únicamente sonríe.

…su ex pareja y el padre de su hija menor, el tabasqueño Jeremías Marquines, es el único poeta merecedor del Premio Nacional Aguascalientes recluido sin purgar una condena en una cárcel —la de Acapulco—, a la espera desde hace más de un año de una sentencia en firme que ahora, tras el huracán, tardará aún más en llegar. Otro caso en el país de la “prisión preventiva de oficio”: primero te encierro y luego te juzgo.

Nada de esto sabia cuando me recomendaron buscarla para pedir su orientación. Habrá de guiarnos en los próximos días con la paciencia y la pericia de un sherpa del Himalaya. También habremos de conocer sus tribulaciones más íntimas, una trama perturbadora y hostil condensada en un sólo dato: su ex pareja y el padre de su hija menor, el tabasqueño Jeremías Marquines, es el único poeta merecedor del Premio Nacional Aguascalientes recluido sin purgar una condena en una cárcel —la de Acapulco—, a la espera desde hace más de un año de una sentencia en firme que ahora, tras el huracán, tardará aún más en llegar. Otro caso en el país de la “prisión preventiva de oficio”: primero te encierro y luego te juzgo.

Nos dimos cita en el Zócalo porque es el único punto de Acapulco donde hay señal para los celulares, de otra manera no podríamos avisarle de nuestra llegada. Cuando por fin logramos comunicarnos me dice que se encuentra frente al BBVA. Estoy a unos metros de ella, pero no logró localizarla. Ocurre que el viento se llevó los letreros de neón del banco. Nuestra Virgilio es una mujer delgada, pelo entrecano y mirada serena. Tiene la sonrisa apacible de la resiliencia y el rostro enrojecido por el calor. Cuando le pregunto si hay algo que le pueda ofrecer me pregunta a su vez si traemos una Coca-Cola fría, es lo único que necesita en este momento en el que el pavimento sobre el que estamos parados hierve. Las que traemos en la cajuela del coche presentan dos problemas: son “sin azúcar” —ellas las prefiere “clásicas”— y están tan calientes que saben, ahora sí, a las aguas negras del imperialismo.

Comienza una tarde más en el puerto como las han sido todas desde hace una semana: asoleadas, sin una nube, rubricadas por la resequedad del aire, el estropicio y la precariedad.

A la derecha, el árbol centenario que el viento derribó sobre la plancha de un Zócalo sometido a la tala sistemática de las inclemencias del clima: en julio las lluvias derribaron ahí mismo a un laurel de la India septuagenario, en agosto corrió con la misma suerte otro viejo amate que terminó sus días a los pies de la catedral, y es ahora Otis el que desprendió de raíz al habitante más antiguo y venerado de la plaza. Un leviatán de 30 metros y tronco de aspecto jurásico, cuyas ramas y follaje esparcidos ahora en el suelo me hacen pensar en las decenas de aves que aquí perdieron su hogar.

Ya sin árbol, los lugareños que a estas horas deambulan por ahí en busca de agua y alimento intentan protegerse del sol en el corredor que delimita el costado sur de la plaza, más un sauna mohoso y desaliñado. Me sorprende que no prefieran buscar el refugio fresco de la catedral que mantiene sus puertas abiertas de par en par. Me asomó a su nave y advierto que se encuentra casi despoblada, por ahora deben pesar más en la grey los reclamos al santoral y a sus vírgenes, que las ganas de rezarles o suplicarles. La fe también tiene memoria y dignidad.

© Rogelio Cuéllar: Filas para entrega de despensas en la costera de Acapulco (1,2,3) / Mercado de Acapulco 

…hay una fila que duele, o mejor dicho hay muchas filas, a todo la largo de la costera —unas para el agua, otras para comer, otras para recibir despensa, y otra para sacar dinero en efectivo del único cajero automático del Banjército que sirve en toda la ciudad por el rumbo de Icacos— pero ésta que tengo frente a mi debe medir 150 metros y reunir a unas 500 personas

Hay militares haciendo guardia a los pies de algunos bancos y comercios desvencijados, repartiendo despensas, controlando el tráfico o haciendo como que hacen, pero no hacen nada.  Hay trabajadores de la compañía de luz trepados en los postes con sus uniformes color caqui empapados de sudor, sus cascos amarillos y los cinturones porta herramientas que los hacen ver tan profesionales como viriles. Quitan y ponen cables por aquí y por allá, trepados en escaleras que deberían conducirles al cielo. Diligentes y estoicos como hormigas, son más bien ángeles sindicalizados concentrados en lo suyo. Y hay una fila que duele, o mejor dicho hay muchas filas, a todo la largo de la costera —unas para el agua, otras para comer, otras para recibir despensa, y otra para sacar dinero en efectivo del único cajero automático del Banjército que sirve en toda la ciudad por el rumbo de Icacos— pero ésta que tengo frente a mi debe medir 150 metros y reunir a unas 500 personas, formadas para recibir toda la ayuda que cabe en una caja de cartón: un kilo de arroz, otro de frijol, un bote de aceite, algunas latas, jabón y dos rollos de papel higiénico. No son gratuitos, el costo se tasa en tiempo de espera y grado de exposición a los rayos ultra violeta. Se hablan entre ellos, ríen, vociferan, bufan, se cuentan historias, se tapan del sol haciendo de sus manos una cachucha, todo menos desesperarse. Hay algo de tropical, de bullangero, de costeño en la manera en que encaran la adversidad, y se forman, y mientan madres. En el país en el que cada despensa vale un voto, aquí es probable que esté ocurriendo lo contrario.

Tan pronto como nos presentamos con Clitlali comenzamos nuestro primer recorrido. Se trata de registrar los estragos que provocó el huracán a la ya de por si mermada y escasa infraestructura cultural de Acapulco, pero también de entender que no eran propiamente fortalezas sólidas sino algo más parecido a un castillo de naipes lo que en algunos casos se vino abajo con el soplido del viento. No sólo los espacios y recintos culturales resultaban insuficientes o se encontraban en mal estado previo al huracán, la comunidad creativa misma arrastraba un triple fardo que el meteoro hizo evidente: un entorno institucional para la cultura débil, no profesionalizado y sometido a los devaneos electorales del municipio, un desequilibrio abismal entre los ingresos por el turismo que percibe la ciudad y los egresos que destina a  la cultura; y finalmente los estragos de la pandemia a sus artistas y agrupaciones locales que, pese todo, se mantenían activas  y entusiastas hasta hace unos días.

Antes de comenzar el recorrido nos detenemos a observar el paisaje desde lo alto de dos puentes vehiculares.

En el primero, lo que aparece frente a nosotros es el territorio devastado del principal pulmón de la ciudad: el parque Papagayo. Centenares de palmeras derribadas a todo lo largo de sus 23 hectáreas. Las que quedaron en pie son ahora tallos maltrechos, arqueados y desnudos, como dientes de león a los que un soplido echó a volar su liviano penacho de filamentos. Para el 40 aniversario del parque se invirtieron aquí 420 millones de pesos. La renovación entera se completó en 2021 y fue inaugurada por el presidente de la República. Dos años después luce como un campo vietnamita arrasado por el Napalm. Casi puedo sentir a mis espaldas a Robert Duvall en cuclillas, gafas de sol y el torso desnudo, celebrando el olor de la victoria: el muy hijo de puta coronel Killroy.

El panorama desde el segundo puente en el que nos detenemos cifra una doble calamidad: el 5 junio un incendio consumió casi en su totalidad la nave principal del mercado central de Acapulco, 570 locales fueron arrasados por el fuego. Veinte semanas después Otis le dio el tiro de gracia. Sus ruinas son una mezcla de infortunios que convocan a los cuatro elementos del planeta: muros calcinados, laminas retorcidas, lodazales que abarcan una extensión equivalente a cuatro campos de futbol. El fuego, el aire, la tierra y el agua conspiraron contra el principal punto de abasto para una ciudad de casi un millón de habitantes. No sólo la naturaleza, los humanos también contribuyeron a la desgracia: el incendio de junio no fue un mero accidente sino el resultado de las pugnas entre los grupos del crimen organizado que se disputan el monopolio de la extorsión a los locatarios.

Con esta doble panorámica del cataclismo comenzará finalmente nuestro recorrido por la selva oscura. “Poeta, llévame donde tú me has ofrecido, a través de este mundo dolorido”, escribió Dante en el canto primero del Infierno.

 

Rogelio Cuéllar nació en la Ciudad de México en 1950. Se inició como fotógrafo en 1967. Los últimos 30 años su interés ha abarcado básicamente el retrato de creadores contemporáneos de México y algunos países en las disciplinas de literatura, artes plásticas, teatro y música. Actualmente ha integrado un acervo de negativos correspondientes a más de mil personajes nacidos entre 1900 y 1980. Trabaja la fotografía de autor en la que destaca la atención en el paisaje humano, ya sea en atmósferas urbanas o rurales en los diferentes estados de la República Mexicana.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997-98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

 

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Posted: November 25, 2023 at 9:53 pm

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