Fiction
Teo en Ítaca

Teo en Ítaca

Fernando Olszanski

A mi padre

Lo primero que Teo descubrió esa mañana fue que el miedo llega de manera inesperada y cruel. Sus manos buscaron la boca para contener el grito que salió ahogado. Y se horrorizó ante la certeza de que algo estaba mal, que lo que debía ser de una manera era de otra. Algo que ha cambiado sin nuestro permiso, sin nuestro conocimiento, y que ha modificado el futuro para siempre. Su voz quedó trunca entre los dedos. Abrió la ventana para ver con más claridad, para notar qué sucedía en su jardín, en el frente de su propia casa. Observó de nuevo la habitación para certificar que se encontraba en el lugar en el que había dormido, su casa, su propiedad. Vio la habitación igual que tantas veces, en el sitio de siempre, con las colchas viejas pero con colores firmes; él mismo había comprado esa colcha porque le recordaba vagamente a una pintura de Miró. Los muebles eran los de siempre, las paredes tenían el mismo amarillo crema que él había pintado años atrás y que necesitaban una nueva capa. La foto de Odila, su esposa, con él, en aquellas vacaciones memorables que habían disfrutado en Colorado. Se detuvo un momento a ver los rostros, jóvenes y alertas, sonrientes. ¿Cuántos años habían pasado desde aquella foto? No lo recordaba. Por un momento pensó que deberían regalarse otras vacaciones juntos, volver a Colorado, recorrer los mismos lugares otra vez. O quizás ir a California a ver las secuoyas, algo que ella siempre había soñado hacer. Si bien disfrutaban mucho de las caminatas por la orilla del lago Michigan, estaba bien cambiar de paisaje de vez en cuando.

No había dudas de que esa era su habitación, pero lo de afuera no era su jardín. ¿Dónde estaban sus tulipanes, sus hortensias, sus zinnias, sus dalias? Las llamaba suyas porque eran suyas, las había plantado él mismo, las cuidaba con esmero, con una delicadeza especial. Eran las flores predilectas de Odila. Ambos provenían de una zona tórrida de Centroamérica y detestaban el calor y los mosquitos. Habían aprendido a apreciar los matices de las estaciones del Midwest, pero querían alegrar el ambiente con algunos colores de otoño.

No solo notó que todo su jardín se había degradado a una desolación de arena, materiales de construcción y tierra, hasta el cerezo que él había plantado, y que le avisaba de la llegada de la primavera con sus flores blancas, había sido erradicado de su jardín. No era la temperatura del otoño. Se percibió incluso mal vestido, como si se hubiera descubierto en otra estación, en otra dimensión. En su habitación, pero en una región atemporal.

Vio a un hombre joven con un casco anaranjado y un chaleco verde fosforescente, de esos que usan los trabajadores de la construcción. El joven se paseaba cerca de los materiales como buscando algo en especial. Teo salió al balcón y desde allí, y ahora sintiendo la bocanada de calor propia del verano, le gritó al hombre que merodeaba por lo que había sido su jardín.

Hey, you! What’s going on in here? Wait just there!

El joven, entre desconcertado y curioso, giró el cuello en dirección al hombre del balcón. Y después buscó a su supervisor para que se hiciera cargo de hablar con él, en caso de que quisiera preguntarle algo.

Teo se sacó el suéter que un rato antes se había puesto y bajó las escaleras rápido, casi sin aire. Trató de llamar a Odila pero su voz se perdió entre las cuerdas vocales por la mezcla de confusión y enojo. Al llegar al final de la escalera encontró a Odila esperándolo tranquila, como acostumbrada a verlo bajar las escaleras de esa manera. Aunque en su rostro había algo de sorpresa.

Teo se quedó parado unos segundos y estudió a Odila como si fuera la primera vez que la veía, como un recuerdo distante. Lucía tan diferente. Era Odila, pero había perdido peso. Su cabello más largo que de costumbre, más blanco, como si hubieran pasado años desde la última vez que la tuvo delante suyo.

—Odila… —titubeó Teo.

Odila se llevó las manos al rostro y lloró suavemente. Lloró con un dejo de felicidad.

—Teo… —dijo Odila extendiendo los brazos—. Has vuelto a mí.

Teo bajó los pocos escalones que le quedaban. Lo envolvió un halo de confusión, de incertidumbre.

El abrazo cálido de Odila no era común, sí era único, dulce, lleno de compasión. Era el abrazo con el que se recibe a un hijo, a un viajero que no se ha visto en mucho tiempo, a un soldado que ha vuelto de una tierra distante y peligrosa. De a poco Teo empezó a abrazar a Odila y sintió su llanto suave. Una lágrima cayó también de sus ojos. Al abrazar a Odila percibió sus huesos, su fragilidad. Lentamente se dio cuenta de ese hueco en su memoria, de ese espacio perdido en los tiempos de sus desapariciones. Se dio cuenta de que no era la primera vez. Se dio cuenta también de que no sería la última. La abrazó muy fuerte. No quería dejarla ir. Quería aprovechar ese día, esa hora, ese momento, ese instante. Se imaginó Ulises llegando a Ítaca. Odila era su Ítaca, su Penélope, a donde siempre quería volver, a pesar de esos viajes que desconocía y que no quería volver a emprender jamás.

-Imagen de Bernard Spragg

 

Fernando Olszanski nació en Buenos Aires, Argentina. Ha vivido alternativamente en Escocia, Ecuador, Japón y pasado por varias ciudades de los Estados Unidos. De profesión educador, también es escritor, editor y artista visual. Es autor de la novela Rezos de marihuana, el poemario Parte del polvo, y los libros de cuentos El orden natural de las cosas Rojo sobre blanco y otros relatos. Como editor ha compilado las antologías América Nuestra y Trasfondos, antología de narradores en español del medio oeste norteamericano, ambas galardonadas con el International latino Book Award. Fue director editorial de las revistas Contratiempo y Consenso, actualmente dirige la editorial Ars Communis. Reside en la ciudad de Chicago, Estados Unidos.

 

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Posted: August 31, 2022 at 10:00 pm

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