Essay
ACAPULCO 2023 (crónica y fotocrónica. Tercera parte)

ACAPULCO 2023 (crónica y fotocrónica. Tercera parte)

Edgardo Bermejo Mora / Rogelio Cuéllar

Getting your Trinity Audio player ready...

Semanas después de nuestra visita, mientras escribo estas líneas, me entero que el secretario de la Defensa anunció que instalarán uno de las nuevas guarniciones de la Guardia Nacional justamente en los terrenos que aún ocupa el Centro Cultural Acapulco…

9.

En Acapulco lo que fracasa como utopía tecnológica o paraíso turístico triunfa como nomenclatura urbana que aspira a lo imposible. Por lo tanto, el nombre de algunas calles no son un referente geográfico o un guiño a los próceres sino una aspiración. Esto explica que aquí existan calles bautizadas menos por la geografía o por la historia que por el optimismo: “Del Transbordador”, “Comando Submarino”, “Condominio Polar”, “Copa de Oro”, “Puntualidad”; cuyo nombre es una promesa gradual y por entregas del futuro: “Etapa XXVI”; o un camino de asfalto trazado con las herramientas triunfales de la hagiografía de Don Rubén: “Cumbres de Figueroa”. En El vértigo horizontal Juan Villoro escribió sobre la capital del país: “la ciudad real produce otra ciudad (ideal) imposible de encontrar, que necesita ser imaginada para ser querida”. Aplica también para Acapulco.

Para llegar a la casa donde Diego Rivera pasó sus últimos días, hay que subir desde la Costera Miguel Alemán por el cerro de La Pinzona al barrio del mismo nombre, en algún punto girar a la derecha y, después, serpentear cuesta arriba hasta alcanzar el número 6 de la calle Inalámbrica. En el país de las paradojas urbanas –donde el desierto de los leones ni es desierto ni tiene leones– a la estrecha arteria del puerto que le rinde tributo a la maravilla tecnológica del wireless la flanquean por los dos costados los postes y el enjambre de cables de todo aquello que es preciso conectar. Aquí no hay lugar para el desenchufe digital. Tras el huracán –que derribó postes y árboles por doquier– los cables de luz, de telefonía, de internet y de cablevisión cuelgan derrotados y amenazantes a todo lo largo de la calle Inalámbrica: lianas de cobre y polietileno en la selva analógica de asfalto.

Trepados en el coche sin aire acondicionado –lo apagamos para ahorrar gasolina ante el riesgo de no poder reabastecernos– avanzamos cuesta arriba con lentitud, entre baches, charcos que parecen pantanos, montículos de basura, vidrios rotos, escombros, postes caídos y el sudor que nos escurre. Lo hacemos a trompicones y con extremo sigilo. Cada vez que algún cable colgante acaricia el toldo del coche nos asalta un miedo antiguo, aunque absurdo: de estos alambres sueltos no saldrá una sola chispa, ni siquiera los más temibles cables de alta tensión son una amenaza. Es mayor el riesgo que se nos ponche una llanta que el de morir electrocutados en la calle Inalámbrica que, por ahora, permanece unplugged.

Calle inalámbricaCentro Cultural Acapulco. Fotos: Edgardo Bermejo

“Le temo más a los clavos que a los cables”, les digo a Rogelio y a Citlali. Para romper el hielo con nuestra guía cultural, a quien acabamos de conocer, les propongo que repitan rápidamente mi frase como pregunta, a la manera de un trabalenguas: “¿Le temo más a los clavos que a los cables o a los cables que los clavos?” Los tres tropezamos en el intento. “Pablito clavó un cablesito”, propone Rogelio. No es un temor infundado, antes de salir de la Ciudad de México leí que hay colas de hasta seis horas en las pocas vulcanizadoras del puerto que permanecen abiertas, aunque sin energía eléctrica, todo a mano y a pulmón. Las pinchaduras de neumáticos que ruedan sobre el pavimento convertido en un campo minado de clavos, astillas y vidrios rotos, son otra cuenta que agregar a la estadística de los daños.

La Casa de los Vientos –como se le conoce a este lugar en el que Diego Rivera murió en 1957– es un predio con cierto aire funcionalista de 500 metros cuadrados de construcción y mil 500 metros de jardines, a unos minutos de La Quebrada. En 1948 Dolores Olmedo la compró y años después mando construir un estudio desde el cual el pintor tuviera una vista privilegiada de los acantilados para inspirarse. Ahí, además de realizar los cinco murales de mosaico y estuco que hasta ahora revisten los techos, la terraza y la fachada principal, Rivera solía recibir a visitantes muy distinguidos: Carlos Pellicer, Lázaro Cárdenas, el Indio Fernández, el ex presidente Eisenhower, el actor estadounidense Yul Bryner, entre muchos otros. Era la etapa dorada que conjugó al Milagro Mexicano con la Alianza para el Progreso, el tiempo feliz en el que Hollywood, Acapulco el jet set internacional, el fraccionamiento Las Brisas, Johnny Weissmüller, el PRI, Miguel Alemán, Agustín Lara, María Félix y la escuela mexicana de pintura, se llevaban de a pico de ombligo.  El maridaje perfecto entre la playa, la fama y el poder.

La casa de los vientos, de Diego Rivera. Foto: Edgardo Bermejo

Es también el único recinto cultural de Acapulco que actualmente tiene una triple pertenencia: el estado de Guerrero, la Federación y la Fundación Slim, y primero del patrimonio arquitectónico y artístico de la ciudad que visitamos a nuestra llegada. Tras décadas de abandono, en 2013 el entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), la Secretaría de Cultura de la entidad y la Fundación Carlos Slim  le compraron el inmueble a los herederos de la señora Olmedo por un monto de tres millones de dólares. La intención era crear ahí un centro cultural que, sin embargo, ha permanecido inactivo la mayor parte del tiempo. Ignoro cómo se repartieron el gasto, pero es de suponer que el dueño del Grupo Carso le sumo más dígitos a la chequera, confiando que del resto del trabajo se encargarían las autoridades locales y federales.

Exécatl –el dios mexica del viento– preside el mural de 70 metros cuadrados que corre a todo lo largo de la barda frontal y le da nombre al resto de la casa. Los murales no sufrieron ningún daño con el paso del meteoro, como si la deidad prehispánica representada por dos máscaras y un caracol tuviera un pacto secreto con ese otro dios energúmeno del viento que fue Otis. No así el resto del edificio y su mobiliario: en lo que fuera el estudio de Diego y en otras partes de la casa resultaron despezados marcos de madera, puertas, ventanas, cancelería y muros de tablaroca, hay también vidrios rotos, y en los jardines árboles derribados y plantas de ornato arrancadas de raíz.

En 2020 la Secretaría de Cultura federal anunció una inversión de poco menos de dos millones de pesos destinados a los trabajos de renovación estructural de la casa. El dinero tardó en llegar, pero finalmente las labores comenzaron hace un par de años. La segunda etapa de la renovación culminó unos días antes del huracán. Entre otras tareas se le puso impermeabilizante nuevo a los techos de la construcción.

El huracán estropeó por completo estos trabajos. “Hay que empezar todo de nuevo”, me dijo al día siguiente, la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Lucina Jiménez, quien viajó al Acapulco precisamente para supervisar los daños al patrimonio artístico del puerto. “Al menos no hay daño estructural”, me comentó, con la cara crispada de preocupación por todo lo que acaba de ver en su recorrido. Viene de visitar la casa del maestro Martín Ayala, sede también de la compañía amateur de danza folclórica “Aztecalli” que él mismo dirige desde hace tres lustros. Ahí todo es destrucción según me contó la directora del INBA. Hay trajes típicos de la compañía, zapatos y utilería regada por todas partes. Lucina y quienes le acompañaban ayudaron a reunir lo poco que se salvó para ponerlo a secar.

Si le debemos en parte a Carlos Slim la recuperación de la Casa de los Vientos, a la Fundación Mary Street Jenkins se le debe atribuir la existencia de uno de los pocos espacios teatrales de la ciudad: el Centro Cultural Domingo Soler del barrio de La Quebrada. En 1965 los Jenkins –una de las familias con mayor historial en el mecenazgo a las artes y la educación en México– donaron a la ciudad el inmueble que en la actualidad alberga un teatro pequeño con capacidad para 200 personas y un foro aún más pequeño bautizado en honor del escritor guerrerense Luis Zapata, además de los jardines y del patio central donde se llevan a cabo talleres de ajedrez y otras actividades lúdicas.

Centro Cultural Juan Domingo Soler. Foto: Edgardo Bermejo

Su presencia más bien modesta –a cargo en el presente de una asociación civil responsable de su administración y cuidados– apenas contrarresta la muy escasa infraestructura cultural de la ciudad, pero al menos mantenía viva una cartelera de producciones sencillas para el consumo local. El 28 de octubre debió presentarse aquí la obra infantil El príncipe y el zorro, escrita, dirigida y actuada por integrantes de la comunidad teatral de Acapulco. Los 150 pesos que costaba cada boleto cifran a su vez otro viejo mal de nuestro entramado cultural: la remuneración injusta y la precariedad en la que deben sobrevivir los artistas independientes. Además de su espacio de trabajo, Otis los privó de los 7 mil 500 pesos que a lo sumo habrían obtenido por esa función, y eso en el caso de venderse las 50 butacas de las que dispone el foro que lleva el nombre del autor de El vampiro de la colonia Roma.

Tuvo mejores días. En 1968 aquí se llevó a cabo la ceremonia de premiación de la disciplina de vela en los Juegos Olímpicos celebrados en México. Citlali –que años atrás fue directora de cultura del municipio– recuerda que en 2015 se obtuvieron del gobierno federal 750 mil pesos para su equipamiento, y que solía ser la sede de las muestras estatales de teatro que hace tiempo se dejaron de realizar.

Una imagen perturbadora nos recibe al llegar al teatro como si quisiera anticiparnos la magnitud de lo ocurrido: entre las ramas retorcidas de un enorme baniano, despojado hasta de la última hoja por la fuerza arrolladora del huracán, cuelgan los jirones de lo que fuera el telón del teatro principal. El tronco desnudo me recuerda a aquel otro –contrahecho y espectral– que Diego Rivera pintó en 1942 para representar los horrores de la guerra. Los despojos de tela negra atrapados donde antes debió haber una fronda exuberante, evocan a su vez al set de una película tenebrosa de Tim Burton. Conforme le damos la vuelta al predio advertimos que otro árbol enorme cayó sobre lo que debe ser parte de la tramoya, y que el viento arrancó buena parte del techo. No podemos entrar, pero no es difícil imaginar como debió quedar el teatro por dentro.

10.

Si La Quebrada –sus clavadistas temerarios y guadalupanos, su vocación de tarjeta postal, su capacidad para convertir el paisaje en souvenir– representa la imagen más emblemática del viejo Acapulco que monopolizó por décadas la idea de un destino turístico mexicano de fama mundial, los pendones en forma de vela náutica que dan la bienvenida al mirador del que fuera el acantilado más célebre del país, son piezas que le pertenecen a la historia universal de la nostalgia: una colección de retratos de los VIVs (very important visitors) que le dieron fama al puerto por haberlo escogido para dorarse la piel, pasar su luna de miel, comprarse una mansión, fumar Acapulco Gold –la mejor hierba del planeta– o intoxicarse con otras sustancias. Le llaman “velarias” a este álbum peatonal de celebridades nacionales, y extranjeras, uno de cuyos tramos se despliega sobre la avenida Adolfo López Mateos, entre La Quebrada y un anfiteatro al aire libre al que le pusieron “Sinfonía del Mar”.

Juan Gabriel desplazó a Agustín Lara en el nuevo nombre que recién le asignaron a este paseo en una ciudad adicta a renombrarlo todo. Se llamaba “Acuérdate de Acapulco”, como obvia referencia a la “María bonita” del “Flaco de oro”. Vinieron entonces nuevas autoridades turísticas y en un arrebato lírico prefirieron rebautizarlo como “Amor Eterno”, en homenaje a la canción que sólo de paso menciona al puerto, y es más bien una promesa edípica insuperable: “tarde o temprano estaré contigo para seguir amándonos”, le canta Juan Gabriel a su madre, cuya muerte y sepulcro le traen a la mente “el más triste recuerdo de Acapulco”. Sin otra referencia al puerto en el resto de la canción, tal parece que el compositor lo agregó simplemente porque le pareció que “Acapulco” y “sepulcro” riman.

Del arrebato lírico se pasó al impulso cívico –o viceversa– y se le erigió una estatua de cuerpo completo. Alberto Aguilera –tal era su verdadero nombre– abre los brazos de espaldas al mar como agradeciéndole a un público invisible sus aplausos. El destino, tan caprichoso como cruel, quiso que la velaría correspondiente al Divo de Juárez cayera derribada por los vientos de Otis a sólo unos metros de su vecina la estatua. El Juan Gabriel metálico se mantiene en pie, el de acrílico no corrió con la misma suerte y yace en el suelo. Ambos aún sonríen.

Estatua de Juan Gabriel / Velaria Juan Gabriel (derribada). Fotos: Edgardo Bermejo

Bien mirado, el paseo de las luminarias es también una radiografía histórica del puerto: al Acapulco que fue destino turístico glamuroso en el mundo de la posguerra, y Meca efímera del star–system hollywoodense, lo representan, entre otros, las velarias de cinco de sus visitantes más distinguidos: Elvis Presley, Frank Sinatra, Elizabeth Taylor, John Wayne y John F. Kennedy; el centro vacacional al que le dio lustre la farándula local de medio siglo (además, claro, de la pareja Félix–Lara), se resume en dos comediantes: Cantinflas y Tin Tan; al puerto que en la década de los setenta se convirtió en la primera provincia de Televisa y un set natural para sus producciones lo representan Raúl Velasco, Lucía Méndez y el Chapulín Colorado; al paraíso lúbrico que en esa misma década –y sobre todo en la siguiente– agregó mar y playa al cine de ficheras, lo ilustra la foto de Andrés García, el Narciso de ojos verdes, vientre plano, bíceps y tanga mínima que reinventó el mito del lanchero acapulqueño –o viceversa–; un salto en el tiempo y llegamos a la década de los noventa representada por Luis Miguel, último de los VIVs que tradujo fama y dinero al lenguaje de las mansiones faraónicas del puerto, y que eligió a la noche de Acapulco como escenografía de sus destrampes juveniles, la locación ideal para sus futuros biopics. Desde los balcones y jardines de esta casa Luis Miguel y sus conquistas podían apreciar por igual las espectaculares puestas de sol, que el crepúsculo de un centro turístico como referencia mundial del jet set y sus paparazis. Cuando el sol del glamour de antaño dejó de calentar, ahí, en la playa.

Villa Ghalál era el nombre de la enorme mansión frente al mar de Puerto Marqués, propiedad de la actriz y socialite británica Merle Oberon. En 1979 Mohammad Reza Pahlevi, el último Sha de Irán, la compró por 4 millones de dólares durante su corto y frustrado exilio en México (no alcanzó a habitarla, moriría en Egipto un año después). Junto con la célebre residencia de Luis Miguel, ambas mansiones aparecen como dos símbolos en clave arquitectónica del pasado y el presente de Acapulco.

A la primera hace más de dos décadas la compraron unos desarrolladores de bienes raíces para construir sobre sus ruinas un conjunto de apartamentos de lujo destinados a la clase media alta. La rebautizaron como “Villas del Sha” en honor de uno de los autócratas más ricos del mundo y para complacer el apetito wannabe del nuevo turismo chilango. Desde que les fue posible trepar en sus camionetas a niños, mascotas y servidumbre uniformada, pagar las casetas de la Autopista del Sol, y en menos de cinco horas gozar de los favores del puerto –como lo hubiera querido hacer, pero no pudo, el destronado monarca iraní–, se apropiaron de esta zona de Acapulco y la afresaron sin remedio bajo el triple esquema de los tiempos compartidos, los hoteles all inclusive o los departamentos y las villas de lujo.

Hace más de una década Luis Miguel canjeó el sol de Acapulco por el de Miami y el de Los Ángeles. Entendió que los tiempos habían cambiado, que la exclusividad de su refugio de seis estrellas en Playa Bonfil ya no era la misma que antes, que un paraíso gentrificado como Punta Diamante no era digno de su talla, y se marchó. Vendió la mansión por ocho millones de dólares. Algo se les debió atravesar a los compradores tras esa operación: una nota periodística de 2021 reportaba que la casa se encontraba deshabitada y en ruinas. Otis sólo vino a subrayar su condición decadente, otro monumento involuntario a un pasado glorioso y extraviado, cuyos mejores días quedaron atrás, y que ahora se empeñan en revivir los pendones del paseo de la nostalgia.

En otro de sus tramos las velarias le rinden tributo a las nuevas estrellas que ya en este siglo tuvieron a bien poner un pie en Acapulco: Jennifer López, porque aquí grabó en 2012 el videoclip de la canción “Follow the leader”; Ricky Martin, porque aquí se casó con su novio, el pintor sueco Jwan Yosef; Brad Pitt y Jennifer Aniston porque, cuando aún se querían, aquí festejaron un día de San Valentín en el fraccionamiento Las Brisas; Alejandro Fernández, Sebastián Yatra y Enrique Iglesias, porque ofrecieron conciertos en el puerto; Bad Bunny porque se hace unas trenzas a las que le llaman “de estilo Acapulco”; o el actor británico Luke Evans, porque alguna vez posteó en sus redes sociales que Acapulco era muy bonito. Más que una galería que reivindique al puerto como destino turístico imperecedero, el paseo “Amor Eterno” parecería la libreta de autógrafos de un chavorruco o de una quinceañera ilusionada.

Presenta a su vez omisiones notables. En el recuento de los visitantes distinguidos sus creadores debieron incluir a Anaïs Nin. A finales de la década de los cuarentas la escritora francesa se compró una casa en playa Caleta. Ahí recibió por más de un lustro a intelectuales y artistas de vanguardia, entre ellos a su gran amiga Alice Rahon, la pintora surrealista exiliada en México. La manera en que Anaïs Nin se refirió a Acapulco en algunas de las entradas de sus célebres diarios son la antítesis del espíritu frivolón que anima a este tramo del paseo: “Para mí Acapulco es la cura desintoxicante para todos los males de la ciudad: la ambición, la vanidad, la búsqueda del éxito en el dinero, la presencia contagiosa y continua de individuos impulsados por el poder, obsesionados con ser conocidos, con destacar y ser notorios (…). Aquí, todo eso no tiene sentido. En Acapulco existes por tu sonrisa y por tu presencia. Existes para tus alegrías y para tus momentos de relajación. Existes en y para la naturaleza”.

Estamos pues en ese punto vertical de la naturaleza que es La Quebrada, porque Citlali nos ha dicho que la Sinfonía del mar es uno de los pocos lugares del puerto donde se ha puesto en práctica desde hace medio siglo la idea del espacio público como articulador de los derechos culturales de la comunidad. Aquí se realizan de manera cotidiana conciertos gratuitos y otras actividades artísticas accesibles para todos. Aquí también debieron presentarse los grupos musicales programados para el Festival de la Nao que estaba por celebrarse. Sin nada que dañar en el embudo de cemento macizo que forman las graderías y el templete –como no sean centenares de ramas y otros despojos arrastrados por el viento– el anfiteatro al aire libre resultó ileso al paso de Otis. Una cuadrilla de trabajadores del gobierno de la Ciudad de México acaba de retirar los escombros justo cuanto llegamos. No sólo recogen –como escribiera Amado Nervo en un verso– “el desastre de las hojas”, representan un signo alentador en medio de la tragedia, el otro rostro del país que florece siempre en situaciones como ésta.

Me acerco para conversar con una docena de hombres y mujeres de casco y overol amarillo cuando ya se han trepado al camión de redilas que los conducirá al próximo punto de su jornada. Me dicen que son parte de la Brigada Comunal de Tlacoyotes en Milpa Alta, especializada en el combate de incendios forestales. Llegaron junto con otros 150 compañeros a los dos días del huracán y no han parado de recoger escombros desde entonces. Trabajan desde el amanecer hasta bien entrada la tarde y duermen sobre el suelo en un hangar del ejército, donde también les dan de comer. No hay el menor asomo de queja cuando me aseguran que comen mal, que no se han bañado en una semana, y que no cobran nada adicional a sus sueldos habituales por estas labores. Al contrario, en sus ojos brilla el orgullo de quien se sabe fatigado por una causa bienhechora. Transpiran de manera copiosa con los rostros tostados por el sol, bromean entre ellos, posan sonrientes para la cámara de Rogelio y uno de ellos decide completar el cuadro para la foto ondeando una bandera mexicana sobre el toldo de la camioneta. “A Dios no le gusta que se extraigan lecciones de la historia reciente”, escribió Elías Canetti. No puedo no sacar una lección de esta escena.

Brigada Comunal Tlalcoyoyotes. Foto: Rogelio Cuéllar

11.

En México el presidencialismo no sólo es un sistema político, una forma de ejercer el poder, y un estilo personal para reimaginar el futuro de la patria a cada sexenio, designa a su vez esa tradición de herencia romana por la cual el éxito de cada gobernante se mide en el número de calles, avenidas, plazas, mercados y obras públicas que se rotulan a su nombre o el de sus parientes. (Nos hemos abstenido, hasta ahora, de rebautizar a los meses del calendario o de nombrar Embajador a un caballo). Salimos de la avenida Adolfo López Mateos y nos dirigimos a la costera Miguel Alemán, para visitar el Centro Cultural Acapulco, inaugurado en 1977 por el presidente José López Portillo, cuya biblioteca lleva el nombre de su primera esposa.

El Centro Cultural Acapulco es –era– el corazón de las actividades que coordinan las autoridades culturales del estado, lugar de encuentro de la comunidad creativa local, sede de diversos festivales literarios, de artes escénicas, y de toda clase de activaciones comunitarias que van de la gastronomía al fomento artesanal. Aquí había un complejo multifuncional para las artes con diversas edificaciones de una sola planta que albergaban una galería principal y otros espacios de exhibición, salones para talleres y conferencias, estudio de danza, salón de lectura, teatro al aire libre, el museo y Salón de la Fama del deporte guerrerense, oficinas de la Secretaría de Cultura del estado, una pequeña librería a cargo de Educal –la red de librerías del gobierno federal–, y la citada biblioteca como orgullo del nepotismo transexenal.

Lo recorrimos entre la maraña de árboles derribados y maleza vencida que obstaculizan cada paso. Mientras avanzamos nos asalta el temperamento realista y descorazonado de un ajustador de seguros que acude a un siniestro vehicular: aquí hay “pérdida total”. Hay vidrios rotos, aluminios retorcidos, trozos astillados de madera y tablaroca que le pertenecieron a una puerta, a un muro o al marco de una ventana, lámparas desprendidas de los techos, cables.

Los restos del naufragio son una lista de extravagancias: maniquíes que yacen en el suelo con alguna extremidad cerceada a la Buñuel, pelotas ponchadas a la Gabriel Orozco, ropa enlodada y esparcida en el terreno como si fuera una instalación de Teresa Margolles, fragmentos de cerámica Ming que eran parte de una exposición de la Nao de China; o bien una alegoría involuntaria del cataclismo: un libro de José Luis Martínez de título sugerente –La expresión nacional– sobrevive intacto entre las vitrinas rotas de la librería y la  alambrada  vencida que la rodeaba.

La suerte ambigua de los libros. Este de José Luis Martínez, un náufrago del sexenio reeditado por la Secretaría de Cultura en 2018, se salvó del huracán y de la desaparición de la dirección de publicaciones, pero no del peor de sus destinos: no ser leído. De todo lo que en las horas posteriores al huracán la marabunta enfebrecida saqueó de cada tienda de conveniencia, supermercado, restaurante, almacén, tienda departamental y centro comercial, los libros de la sucursal de Educal resultaron exentos. Es el país cuya población lee en promedio 3.2 libros por año según el INEGI. Sin ventanas ni puertas, ni vigilantes, la cinta roja con la que acordonaron los 50 metros cuadros que ocupa –estampada con la simple leyenda “precaución”– bastó para evitar la rapiña y para comprobar que aquí los libros, no la vida, los libros, no valen nada. Me hubiera gustado que la cinta advirtiera: “precaución, objetos encuadernados de instrucción masiva, llévese uno gratis”.

Construido en su mayor parte con materiales prefabricados, la frágil combinación de aluminio, tablaroca, madera, vidrio y rejas alambradas en su barda perimetral, expusieron al Centro Cultural Acapulco desde su creación al zarpazo impredecible de los fenómenos meteorológicos. Soportó milagrosamente otras tormentas tropicales a lo largo de cuatro décadas y libró no sin raspones por lo menos otros dos huracanes de gran intensidad: el Pauline en 1997, y el Manuel en 2013. En todo este tiempo nadie reparó en el hecho de que al situarse a la orilla del mar su vulnerabilidad resultaba evidente. La galería principal para exposiciones de artes visuales era una pecera de doce metros de altura recubierta de ventanas de piso a techo en tres de sus cuatro costados. Todos sus vidrios estallaron en pedazos a las primeras rachas huracanadas de Otis. Sólo quedó de pie el esqueleto de acero y parte del techo.

Hace poco el periódico local El Sur advirtió del mal estado del inmueble y del descuido en el que se encontraba el recinto cultural más emblemático del puerto. “Abandonan al Centro Cultural Acapulco, cuyas instalaciones se deterioran a grandes pasos”, indicaba el encabezado de un reportaje publicado el 17 de agosto, apenas dos meses antes de su destrucción total.

Centro Cultural Acapulco / La expresión nacional. Fotos: Edgardo Bermejo 

“A pesar de que se siguen llevando a cabo actividades, los espacios están abandonados, sin aire acondicionado, filtraciones de agua tras las lluvias y baños sin servicio”. (…) La fachada de la Gran Galería se cae a pedazos, (…) el Centro de Lectura Carlos Fuentes lleva abandonado unos ocho años, (…) el auditorio Juan García Jiménez se encuentra en la misma situación. (…) Ante ello, el próximo 21 de agosto el Ensamble de Música de Cuerdas y Oboe hará un concierto a beneficio para recaudar fondos y reparar el auditorio, ante la pasividad de las autoridades. (…) La secretaría de Cultura de Guerrero, Aída Martínez Rebolledo, se limitó a decir que no había manera de atender las necesidades del lugar por falta de presupuesto”.

Fue precisamente la secretaria de Cultura de Guerrero quien nos recibió al llegar al Centro Cultural. Viajó desde Chilpancingo al puerto el mismo día que nosotros para acompañar la visita a Acapulco de la directora del INBA. Su trato es cordial y no oculta el pasmo ante lo ocurrido. Con un rictus de preocupación sincera, subraya en cada uno de sus comentarios la magnitud artera del estropicio, pero nada menciona del estado previo del sitio. Tengo la vaga, terrible impresión, que en el fondo la destrucción total de este espacio puso un remedio drástico y malthusiano a todos los problemas que arrastraba. Una suerte de borrón y cuenta nueva, la oportunidad atroz para empezar otra vez y reconstruir desde cero todo aquello que hizo crisis antes y después del huracán.

Semanas después de nuestra visita, mientras escribo estas líneas, me entero que el secretario de la Defensa anunció que instalarán uno de las nuevas guarniciones de la Guardia Nacional justamente en los terrenos que aún ocupa el Centro Cultural Acapulco. Tan pronto se hizo pública la noticia la comunidad artística local alzó la voz en protesta. Un nuevo conflicto se avecina en la república militarizada en la que nos hemos convertido, donde la transformación de un centro cultural en cuartel forma parte de la nueva normalidad castrense.

Antes de irnos Rogelio le agrega un colofón a nuestra visita. El suyo no es sólo un ojo entrenado para capturar la realidad y traducirla al lenguaje de la fotografía, posee también la pericia ocular de un arqueólogo. Conforme camina con su cámara por el Centro Cultural y sus alrededores devastados, va localizando y rescatando de entre los escombros las evidencias más significativas de una civilización sepultada por el huracán: un modelo en miniatura del Titanic –como salido de un Sanborns– que hasta hace unos días adornó algún escritorio; un reloj inservible de pared en forma de timón de barco; un talón de boletos del yate Bonanza; un cartón con anillos de bisutería que le pertenecieron a algún puesto de baratijas; un cuaderno –aún utilizable– con las ocho letras de Acapulco grabadas en la cubierta de papel amate, y que  debió ser parte de una tienda de suvenires ya desaparecida; la placa abollada de un automóvil del estado de Luisiana –escenario terrible de otro huracán–; el marco de una ventana con todo y mosquitero. Estas y otras piezas irán llenando la cajuela del coche, como antesala de su próxima exhibición permanente en ese gran museo del siglo XX que es su departamento frente al Parque México.

 

Rogelio Cuéllar nació en la Ciudad de México en 1950. Se inició como fotógrafo en 1967. Los últimos 30 años su interés ha abarcado básicamente el retrato de creadores contemporáneos de México y algunos países en las disciplinas de literatura, artes plásticas, teatro y música. Actualmente ha integrado un acervo de negativos correspondientes a más de mil personajes nacidos entre 1900 y 1980. Trabaja la fotografía de autor en la que destaca la atención en el paisaje humano, ya sea en atmósferas urbanas o rurales en los diferentes estados de la República Mexicana.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.

Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.

 

 


Posted: January 20, 2024 at 8:50 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *