Descolonizar la sociedad civil
Armando Chaguaceda Noriega
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Los socios globales del activismo local en los países periféricos deben ser más sensibles a las situaciones concretas de sus pares. Bastante tenemos ya con la hipocresía de gobiernos del Norte que, interesados en parar flujos migratorios, hacen de la vista gorda ente el deterioro democrático en sus fronteras meridionales, pactando con los caudillos de turno.
La pasada semana un colega estadounidense, vinculado a programas de apoyo a la democracia y sociedad civil en el Latinoamérica, me compartió su extrañeza ante una conversación sostenida en México. Al platicar con sus pares locales de dos relevantes organizaciones –Open Society y Ford Foundation– sobre la situación en el país y el trabajo a la sociedad civil, le expusieron su perspectiva sobre el tipo de labor que querían apoyar en los tiempos venideros. “Creemos que las organizaciones deben trabajar más con las instituciones gubernamentales”, le dijeron.
Esta conversación me recordó a otra que sostuve con una funcionaria de la Open Society, quien dijo en una reunión hace dos años que los apoyos a proyectos en Cuba, Nicaragua y Venezuela se reducirían porque “no habían mostrado capacidad de innovación”. Esa frase, expuesta en el mismo momento en que los activismos de esos países enfrentaban una salvaje ola represiva, derivada de movilizaciones masivas, valerosas y, para usar el término de la funcionaria, “innovadoras”, resulta impresionante. Pero lo es menos cuando la propia organización señala que “En América Latina y el Caribe, Open Society Foundation busca impulsar el cambio democrático transformando la creciente preocupación pública por la desigualdad, la corrupción, la violencia y la crisis climática en poderosas iniciativas y alianzas para construir una sociedad abierta y segura”. Para lo cual su “estrategia se centra en tres países prioritarios: Brasil, Colombia y México”. [1]
La sorpresa de mi colega y mi propia molestia no nacen de una creencia en que sociedad civil y gobierno son, per se, enemigos. En muchos países bajo regímenes democráticos la sociedad civil tiene la posibilidad de trabajar con sus contrapartes gubernamentales en la implementación de políticas públicas de amplio impacto (combate a la pobreza, educación ambiental, etc.) o visibilizando problemas sociales no abordados por las políticas tradicionales. En esos contextos, más que competidoras o subordinadas del Estado, las organizaciones civiles operan como socias legítimamente aceptadas de aquel. No sin roces, pero sin trabas o amenazas existenciales.
El problema es que en Latinoamérica esa situación es hoy excepcional. Salvo en un pequeño grupo de países (Costa Rica, Chile, Uruguay, algunas islas del Caribe), en nuestra región el espacio cívico padece un creciente asedio.[2] La peor situación se da en aquellos casos (Cuba, Nicaragua, Venezuela) donde regímenes plenamente autocráticos proscriben, de jure y de facto, prácticamente cualquier agenda y acción autónoma de sus ciudadanías.[3] Hay casos fronterizos (El Salvador claramente, México y Honduras en una pendiente acelerada) que transitan hacia el autoritarismo electoral a partir de la iniciativa de liderazgos populistas polarizadores con amplio apoyo social.
En una gran mayoría de países, Latinoamérica no presenta hoy un espacio cívico reconocido, abierto y en expansión. Los poderes oficiales y fácticos de la región se encargan, con tácticas de desinformación, cooptación y represión –que pueden llegar al asesinato–, de contrarrestar a la gente que critica políticas, reivindica derechos y propone alternativas a los males que les afectan. En esos contextos de asfixia, ¿cómo hacer realidad el exhorto de los colegas a que las organizaciones de nuestros países “trabajen más con las instituciones” si quienes mandan en estas últimas quieren proscribir a aquellas?
A diferencia de mi amigo, no me asombra el sutil giro semántico de sus contrapartes. El campo de la sociedad civil estadounidense ha padecido en los últimos tiempos de los mismos cambios que la academia, la intelectualidad y la opinión pública del país norteño. Una mayor presencia de agendas progresistas –antirracismo, ecología, feminismo, entre otros– en detrimento de aquellas consideradas, por la nueva generación de activistas, enfoques tradicionales. Nada más ver una convocatoria de formación de una institución vinculada a la red de universidades apoyada por Open Society, que reza: “En todo el mundo, los gobiernos reaccionarios y racistas consagran políticas inhumanas en la ley y apartan la vista de la catástrofe climática. En los últimos años, algunos políticos populistas de derecha han sido derrotados, otros han sido elegidos (Italia, Finlandia) o buscan una segunda oportunidad en el poder”.[4] La perspectiva auto centrada del Norte Global, que ignora las otras expresiones de autoritarismo y populismo –entre ellas las de la izquierda radical– padecidas en el Sur Global, resulta aquí evidente.
Semejante mirada se filtra, convertida en sentido común, a funcionarios y activistas de la red, en medio mundo. Si a eso sumamos el componente pragmático de las grandes fundaciones y organizaciones no gubernamentales –interesadas en mantener sus robustos presupuestos, seducir a nuevos donantes y permanecer contra viento y marea en aquellos países donde trabajan– cobra fuerza la idea de “no hacer olas” ante los socios gubernamentales coparticipes de un mal entendido “progresismo”. Maxime cuando esa difusa perspectiva ideológica y activista es compartida por las nuevas generaciones al frente de las organizaciones. [5]
Para las nuevas agendas progresistas y sus activismos radicales, la promoción de la democracia, la transparencia y la rendición de cuentas, entre otras temáticas, son identificadas a menudo como viejos reclamos liberales, formales e institucionales, que no empoderan a los sujetos excluidos. Pero en países como los latinoamericanos, donde la exclusión social, la explotación económica y la dominación política van de la mano, las instituciones, leyes y agendas liberales republicanas no pueden considerarse meramente una parte, ya dada, del paisaje.
Pero detrás de esa postura se ocultan varias incomprensiones. La primera es no entender la correlación de una sociedad abierta –que reivindica políticas identitarias, viejas y emergentes– y un espacio cívico capaz de existir solamente bajo el entramado de instituciones y libertades de una democracia liberal. La segunda es no comprender la diversidad de agendas y referentes ideológicos que constituyen a una sociedad civil realmente existente, donde las izquierdas y derechas democráticas tiene mucho que aportar. La tercera: ignorar que los gobiernos populistas y regímenes autoritarios del siglo XXI han aprendido a acomodar la diversidad social –capturando los fondos y prestigio que estas causas proveen– al mismo tiempo que degradan el pluralismo político. Si en el primer mundo las principales preocupaciones son la raza o el cambio climático, en América Latina es la pandemia de autoritarismo que azota la región, cuyo bajo coste estimula la emergencia de los propios populismos conservadores, como el de Bukele en El Salvador.
Pero si las incomprensiones remiten a sesgos epistémicos o informativos, los abandonos apuntan a relevantes consecuencias políticas y personales para los socios del Sur Global. Si en medio de una coyuntura internacional donde los populistas y autoritarios criminalizan el acceso a fondos, el status legal y la labor de incidencia, los grandes aliados del Norte Global eligen entenderse con el gobierno represor o, al menos, bajar el perfil de su discurso y ayuda a sus pares locales, tal decisión es particularmente dolosa. Y dolorosa. Los gobiernos, siempre monitoreando el campo, entenderán que sus activistas están más solos que antes, por lo que actuarán más rápido y más allá del límite en su cierre del espacio cívico. E irán a por ellos.
Los socios globales del activismo local en los países periféricos deben ser más sensibles a las situaciones concretas de sus pares. Bastante tenemos ya con la hipocresía de gobiernos del Norte que, interesados en parar flujos migratorios, hacen de la vista gorda ente el deterioro democrático en sus fronteras meridionales, pactando con los caudillos de turno. Descolonizar el pensamiento de las ONGs globales no pasa solo por superar los lastres mentales, éticos y políticos de las viejas instituciones e ideologías noreurocéntricas en las que fueron fundadas. Supone dejar de idealizar lo que identifican como aliados progresistas –especialmente gubernamentales– en el Sur Global.
Implica también continuar apoyando las mismas agendas democráticas y cívicas que apoyaban en la era neoliberal, ahora que parte de los activistas de ayer se convirtieron –como ha pasado en Brasil, Colombia y México– en funcionarios de gobiernos populistas, con sesgo iliberal.[6] Algunos de los cuales censuran o reprimen a sus antiguos camaradas, por persistir en los reclamos sociales, políticos y ambientales que antes los unían. En otros casos, como sucedió con la antigua activista y hoy vicepresidenta Francia Márquez al avalar el discurso del régimen cubano y rechazar reunirse con sus pares locales del movimiento antirracistas, la incoherencia con la trayectoria propia y la insolidaridad con la suerte ajena se cruzan. [7]
Como escribí hace algún tiempo en respuesta a los ataques cruzados de los extremistas iliberales –bolivarianos y trumpistas–, contra el espacio cívico regional “aún se puede hacer más por empoderar a la sociedad civil para desafiar el deterioro democrático (…) La recesión democrática se intensificó durante la pandemia, pero la sociedad civil activa se puso de pie donde pudo. Comprender, en lo analítico y lo práctico, la distinción entre la sumisión autocrática y la autonomía democrática puede hacer una crucial diferencia en las luchas por venir”. [8] Ojalá que los aliados de la sociedad civil del Norte Global lo comprendan también actuando en consecuencia. Entretanto, vale la pena que los activistas y organizaciones latinoamericanas dediquemos más esfuerzos a la articulación e incidencia propias, sin depender tanto de la modas e intereses de nuestras contrapartes globales.
Notas
[1] https://www.opensocietyfoundations.org/what-we-do/regions/america-latina-y-el-caribe/es
[2] https://www.civicus.org/index.php/es/informe-2024-sobre-el-estado-de-la-sociedad-civil
[3] https://gobiernoyanalisispolitico.org/activismo-en-contextos-autoritarios/
[4] https://www.bbk.ac.uk/annual-events/london-critical-theory-summer-school/upcoming-summer-school
[5] https://www.elmundo.es/economia/2023/06/12/6487750cfc6c8321248b45bd.html
[6]https://www.lafm.com.co/secretos-la-fm/fundacion-de-george-soros-ayudo-con-280-millones-de-pesos-a-gira-de-francia-marquez
[7] https://diariodecuba.com/cuba/1678832766_45825.html#google_vignette
[8] https://dialogopolitico.org/debates/la-sociedad-civil-en-las-americas/
Armando Chaguaceda Noriega (La Habana, 1975) Investigador de Gobierno y Análisis Político AC, Profesor de El Colegio de Veracruz. Se ha especializado en el estudio de los procesos de democratización y desdemocratización así como de la relación Estado-sociedad civil en América Latina y Rusia. Es compilador y coautor de seis libros y autor de una treintena de artículos académicos sobre los temas antes mencionados. Su libro más reciente es La otra hegemonía. Autoritarismo y resistencias en Nicaragua y Venezuela, (2020, Colección Ideas & Estudios, Editorial Hypermedia, Columbia, EEUU).
Posted: May 25, 2024 at 7:03 am