La última escena de Cuesta, según su ex-mujer
Tanya Huntington
Dediqué mi anterior columna al primer intento de suicidio de Jorge Cuesta. Un amigo mío, el nieto de Guadalupe Marín y Diego Rivera (y también pintor) Pedro Diego Alvarado, me había hecho alguna que otra referencia a esta tragedia de proporciones clásicas en alguna conversación cuyas circunstancias he olvidado, aunque aquella imagen brutal de Cuesta en la tina se me había quedado grabada como impronta. Durante la cuarentena reciente, entrevisté a Pedro Diego por Zoom para entrar en mayor detalle sobre este tema macabro. Me contó que la manera en que él mismo se enteró del suceso tuvo consecuencias impactantes: cuando era joven, su abuela Lupe lo invitó a comer con ella un día, como era su costumbre. En esa ocasión, sin embargo, aprovechó la cita para contarle con lujo de detalles cómo había sido que la autora de La única encontró a su en aquel entonces ex-marido el día en que se mutiló. Arrancó la anécdota mi amigo con la siguiente frase lapidaria: “Yo tenía veinte años, y mi abuela era un monstruo encantador.”[1] Se puso tan enfermo Pedro Diego con tan solo escuchar la versión de Marín, que se tuvo que hospitalizar después con una parálisis intestinal aguda porque literalmente se le atoraron los alimentos como consecuencia del impacto que tuvieron sus palabras. “No había digerido yo la comida que había ingerido un día y medio antes (…) de la impresión, del horror y todo.” En efecto, aquella especie de ola de sangre a lo Kubrick, inundando el departamento en cuanto se abre la puerta del baño dentro de la imaginación, es una imagen que cualquiera encontraría difícil de digerir.
Según Pedro Diego, muchos años antes del suicidio, cuando su abuela le comentó a su primer esposo y exmarido Diego Rivera que se iba a casar con Jorge Cuesta, éste le contestó, “cuidado, es un hombre muy peligroso”: palabras fuertes de parte de un hombre conocido por su efecto avasallador y destructivo en las mujeres, y cuyo personaje en la roman à clef de Marín, Gonzalo, se describe como sumamente violento y propenso a golpizas, amenazas con pistolas cargadas, etcétera, además de ser “farsante y exagerado”.[2] Pero fue justamente esa advertencia de Rivera que a mí me produjo una especie de epifanía en el sentido de que en el gran debate entre muralistas y Contemporáneos había una especie de eslabón perdido, y ese eslabón era justamente Guadalupe Marín, quien se había casado con el mayor muralista de los nacionalistas y luego con el mayor crítico literario de los Contemporáneos. Sin embargo, al repasar los textos dedicados a la muerte de Cuesta, percibo una notable renuencia entre autores, dentro o más allá del grupo de Los Contemporáneos, a mencionar a la mujer que se había separado de él algunos años antes como factor posible de su estrepitoso declive.
Así describe Luis Cardoza y Aragón, vecino de Cuesta durante algún tiempo, el primer suicidio: “Murió loco, mutilado espantosamente. Sus órganos sexuales obstruyeron la salida del agua en la bañadera.”[3] Esto corrobora lo que el maestro Federico Gamboa le contó en algún momento a mi amigo Pedro Diego, en el sentido de que uno de los testículos cercenados de Cuesta tapó la tina, la cual se inundó. Según ellos, corría el agua ensangrentada por todo el departamento. Y eso no fue todo: después de ese primer intento de suicidio, habría otro y luego otro, sucesivamente, culminando el 13 de agosto de 1942 en el sanatorio del doctor Lavista, en Tlalpan: “Se quemó los ojos. De peor en peor, hasta su muerte. Se colgó de la manija de la cerradura de una puerta.” [4] Cardoza y Aragón no menciona a Guadalupe Marín.
El alquimista
Todo eso iba pensando durante aquella sesión de zoom, mientras Pedro Diego siguió contándome que aunque era un genio de la química, Cuesta, cuál “científico loco”, solía hacer experimentos consigo mismo. En efecto, el que se convertiría en el autor del Canto a un dios mineral llegó a los 18 años a la capital para estudiar no en Filosofía y Letras, sino en la Facultad de Ciencias Químicas de la UNAM, donde se hizo del apodo “El alquimista”, según Xavier Villaurrutia.[5] De algún modo, llamarlo así equivalía para mí en intimar que ese Contemporáneo pertenecía a otra época. ¿Cómo, un alquimista en pleno siglo veinte? Luego entendí que más que la búsqueda de convertir plomo en oro, el mote se debía a que sus ambiciones químicas eran igual de estrafalarias que las de un taumaturgo medieval. Luego noté que en muchos de sus retratos se percibe una especie de hemiplejia facial; ¿un efecto secundario, tal vez, de esos experimentos?
Otro poeta del grupo de Los Contemporáneos, Elías Nandino, escribió lo siguiente sobre la relación entre el cuerpo del escritor y sus obsesiones científicas:
Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación. Por eso su materia no intervenía en su palabra. Cuando hablaba se hacía oír, pero no se sabía de dónde venía su palabra; era como el ventrílocuo de sí mismo y las frases que transmitía daban la impresión de nacer de los fantasmas del aire.[6]
Nandino lo describe como un masoquista, o como un personaje escindido de Dostoievski. Concluye “que Jorge Cuesta era un hombre químico, de fórmulas audaces, de concepciones mágicas, de corazón transformado a fuerza de lo corrosivo de la vida en punzante témpano de sal”.[7] Luego confiesa que lo había tratado como médico desde el año 1927 o 28, y da su opinión profesional:
Supe por él mismo los secretos estudios que hacía sobre la ergotina lo que, ametrallada por diferentes cuerpos enemigos, se transformaría en la “panacea” para la mayor parte de padecimientos. Me comunicó muchas veces sus repetidos insomnios y me dejó ver su demonio oculto y también su ángel rilkeano. Cuando hablábamos de su descubrimiento científico, iba eslabonando pensamientos diferentes pero con la dirección única de convencerme, de anonadarme, de hacerme su cómplice en la desequilibrada hilera de carbonos con que presentaba a la ergotina remozada, plena de actividad y de milagro. Hablando era imperativo y no conversaba sino que combatía.
Una serie de tragedias minaron su vida. Vivió quizá cautivo de varios traumas de infancia y tal vez su demonio guardián, dilató con desenfreno el peso de su cráneo que resultó demasiado pesado para su cuerpo. No fue un degenerado superior, ni un santo malo, ni un vidente o profeta, no; fue un hombre singular, íntegro en su desequilibrada sensatez, puro en su crítica cruel, obediente a su estigmático averno y, hombre al fin, mortal para consumar su inmortalidad. Un día murió, no recuerdo la fecha. Se habló poco de su muerte.[8]
Elías Nandino tampoco menciona a Guadalupe Marín.
Este retrato de Nandino me recuerda la trama del Hombre invisible de H.G. Wells, o del Dr. Jekyll and Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson. En ambos relatos, los autores señalan la falibilidad de la razón. En esencia, la idea estriba en que el método científico, con su naturaleza experimental, no está enfocado en la preservación de los sujetos de estudio que, como conejillos de Indias, se consideran sacrificables. Cuando la hipótesis experimental se vuelve más atrevido o imposible —la invisibilidad o la extirpación del lado negativo de nuestro ser —en un acto de hubris, los científicos deciden experimentar sobre sí mismos. Como resultado, el raciocinio se vuelve locura y el avance científico anormalidad psicológica. El desenlace: actos homicidas, acompañados por una risa maniática como la del actor Claude Rains en la versión fílmica de James Whale de 1933, cuyas últimas palabras son “Me he entrometido en asuntos que el hombre debe dejar en paz”. Más que alquimista, ¿no habrá sido Cuesta una encarnación más del personaje arquetípico creado por Mary Shelley en Frankenstein: el científico loco?
Claude Rains en El hombre invisible (dir. Whale, 1933).
Otro miembro de Los Contemporáneos, Gilberto Owen, prefiere no entrar en detalles sobre el triple suicidio de Cuesta, afirmando que “El lector de periódicos solo recuerda lo leído el día o la semana de su periodicidad de y porque existe el peligro inmerecido de que sólo se recuerde, de Cuesta, el último acto de su vida, sus amigos tratan de evitar esa injusticia recogiendo en volumen esos artículos y esos poemas (…)”[9] Él tampoco menciona a Guadalupe Marín. Es como si los amigos de Cuesta quisieran borrarla con la goma pesada de su silencio.
NOTAS
[1] Entrevista con Pedro Diego Alvarado por Zoom, 6 de mayo de 2021.
[2] Guadalupe Marín, La única, México: UNAM, 2020, 21.
[3] Cardoza y Aragón, 171.
[4] Ibidem.
[5] Xavier Villaurrutia, “In memoriam: Jorge Cuesta”, Jorge Cuesta: Poemas, ensayos y testimonios, Tomo V, Ed. Luis Mario Schneider, México, UNAM, 1981, 174-176.
[6] Elías Nandino, “Retrato de Jorge Cuesta”, Jorge Cuesta: Poemas, ensayos y testimonios, Tomo V, Ed. Luis Mario Schneider, México, UNAM, 1981, 177.
[7] Ídem, 179.
[8] Ídem, 180-181.
[9] Gilberto Owen, “Encuentros con Jorge Cuesta”, Jorge Cuesta: Poemas, ensayos y testimonios, Tomo V, Ed. Luis Mario Schneider, México, UNAM, 1981, 182-188.
Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: March 9, 2023 at 8:33 pm