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El planeta de los ricos solitarios
COLUMN/COLUMNA

El planeta de los ricos solitarios

Alberto Chimal

¿Es usted de las personas que detestan vivir en comunidad? ¿Siente que puede valerse por sus propios medios y no necesita de nadie? ¿Le han gustado las cuarentenas del último año y medio porque le han dado la impresión de que puede vivir bien en el absoluto señorío de su casa, sin tener que soportar la intromisión de personas e instituciones detestables? ¿Le parece (como decía algún autor famosillo) que el problema del mundo no es la falta, sino el exceso de humanidad?

Si es el caso, este artículo no es para usted. No lo lea. Váyase, de preferencia al espacio, y en su propio cohete, al estilo de Jeff Bezos.

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¿Sigue aquí? No diga que no le advertí.

Hace un año, en plena primera ola de la “versión original” de la COVID-19, encontré por casualidad (por el eco de las quejas indignadas contra él en Twitter) un artículo aparecido en Human Events: una revista en línea (muy) de derecha de los Estados Unidos, conocida por haber publicado una lista de “los libros más dañinos de los siglos XIX y XX” que incluye El origen de las especies de Darwin y el Informe Kinsey. El texto (“Goodbye, Washington DC”) está firmado por un tal Daniel Turner, que en apariencia es asesor o cabildero de empresas petroleras y también ha escrito, previsiblemente, contra Greta Thunberg y otros ambientalistas, a quienes llama “verdes globalistas”.

(El término globalista es antisemita “en clave” dentro de los círculos de derecha, y en su contexto significa que Turner quiere incitar al odio, aunque de manera encubierta, contra cualquiera que se oponga a la depredación de las industrias extractivas.)

Turner escribe contra la ciudad de Washington, D.C., a la que dice ya no tolerar luego de años de habitarla. Sus desventajas, según él, incluyen “la mala transportación, el ruido, el tráfico, la contaminación y buena cantidad de gente sin hogar”. A cambio de tener –gracias a la gentrificación de diferentes barrios– lugares agradables como cafés o gimnasios, donde “las buenas maneras se respetan”, Turner debía pagar numerosos impuestos y (más molesto) rodear e ignorar a pedigüeños, solicitantes de donaciones y promotores de causas progresistas que a él por supuesto, no le interesan…, aunque todo eso podía aguantarlo. “Vivir en una ciudad en Estados Unidos significó por décadas tolerar pequeñas inconveniencias para que a uno lo dejaran en paz, solo a un lado de millones de otros”, remata. Sin embargo, en julio de 2020 las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter lo enfurecieron, y todavía más el hecho de que la alcaldesa del Distrito de Columbia, Muriel Bowser, no expulsara de inmediato y por cualquier medio necesario a todos los manifestantes, y en cambio renombrara una calle y le pusiera Black Lives Matter Plaza. “En los hechos, Bowser estaba ordenando tener empatía”, dice Turner: a él, que es “un ciudadano que compra, consume, gasta y respeta la ley […] que añade y añade [dinero] a los cofres del estado y nunca les quita nada”. Turner decide dejar de vivir en ciudades, “que ahora son basureros peligrosos y enfurecidos” y “llevar su dinero a otra parte”. El final del artículo es una breve escena bucólica en el pueblo donde ahora reside, y en el que nadie lo obliga a abrazar causa alguna, puede dejar su coche sin cerrar y la puerta de su casa abierta, y se protege “con todas las armas que pudiera desear”.

Por supuesto, es falso que alguien como Turner nunca tome nada del erario público. Tampoco es un hombre absolutamente autosuficiente, cuya única exigencia a otros es “que lo dejen en paz”. La fantasía del self-made man, que se levanta a sí mismo del suelo tirando de la caña de sus botas y que nunca necesita de nadie, es una excusa habitual, una mentira profundamente internalizada de muchas personas que están favorecidas por una sociedad desigual y prefieren ignorar esa desigualdad. Se repite con insistencia y se convierte en una creencia profundamente perjudicial cuando es adoptada por gente que esté del lado malo del garrote. Es parte de los complejos de inferioridad de millones de personas en las sociedades neoliberales.

Por supuesto, Turner no fabricó su coche, no construyó su casa, no instaló la red eléctrica ni los tubos del drenaje, no caza ni siembra su comida, no trazó, abrió ni pavimentó sus calles, etcétera, etcétera. Siempre ha vivido en comunidad aunque no quiera reconocerlo, y en un sector muy privilegiado de la misma. Y al menos algunos de los beneficios de que disfruta fueron proporcionados por un gobierno y no por otros particulares: no hay en ellos las acciones egoístas que –parafraseando a Adam Smith– mantienen vivas a las sociedades como una especie de efecto secundario del beneficio estrictamente personal.

Turner no es una persona importante, y su artículo no es más que otro poco de basura de la que llena las redes sociales, pero recordé a ambos hace poco, tras la brevísima carrera espacial que enfrentó a Jeff Bezos, el dueño de Amazon, y Richard Branson, el dueño de Virgin. Cuando el primero anunció que saldría al espacio en un vehículo fabricado por su compañía, el segundo se apresuró a hacer un vuelo suborbital en un vehículo de su compañía, con lo que le ganó en tiempo pero no en altura o impacto publicitario. Bezos voló un poco más alto, se hizo acompañar de tres pasajeros incluyendo a Wally Funk –una piloto y exaspirante a astronauta, famosamente despreciada por la NASA en los años sesenta debido a su género– y declaró, como para provocar aún más reacciones en línea, que los empleados y usuarios de su tienda en línea eran quienes habían pagado por su caprichito. (Su cohete reutilizable, llamado Blue Origin, es un vehículo que sólo sirve para breves y carísimos vuelos de placer, y como miles de comentaristas apuntaron en su momento, tiene forma de pene.)

Más preocupante fue una declaración de Bezos al regresar de su viaje: las industrias pesadas contaminantes debían “ser sacadas de la Tierra” al espacio, presuntamente para mantener limpio el planeta. Aunque la idea puede parecer noble, importa notar que a Bezos no le preocupa que las industrias pesadas sigan explotando recursos y creando enormes cantidades de desechos. Su idea es simplemente “esconder” los contaminantes, quitarlos de la vista, para poder continuar con lo que Naomi Klein ha llamado “la fantasía persistente, pese a toda razón y evidencia, de que no hay límites a la capacidad del capital para convertir la vida en beneficio económico”. En esto, sus aspiraciones se parecen a las de otros empresarios de tecnología que han explotado la reputación de innovación y vanguardia de su ramo, como Elon Musk, quien lleva años proyectando el establecimiento de una colonia en Marte, imaginada como una especie de estado no nacional corporativo, con sus propias leyes y sin obligación de rendir cuentas mientras comienza sus propias empresas extractivas. El artículo de Klein del que proviene la cita previa enlaza estas aspiraciones con la crisis climática y la indiferencia generalizada de estados nacionales y grandes empresas de alcance global respecto de ésta: durante años, una fantasía compartida por los defensores de mantener el estado actual de las cosas ha sido que, incluso si las cosas se ponen realmente mal para unos cuantos miles de millones, las personas con el poder (económico, político, mediático) se podrán mantener a salvo de las consecuencias del desastre ambiental, y hasta de un desplome de la civilización como la conocemos, mudándose a bunkers reforzados y protegidos por ejércitos privados, estableciéndose en el espacio o simplemente emigrando a regiones más acogedoras del mundo.

Esta fantasía y la de Daniel Turner se tocan, a su vez, en una imagen que el artículo de éste evoca sin proponérselo. El self-made man se convierte en el hombre aislado con sus privilegios, provisto de todo lo necesario para su supervivencia y comodidad, ciego a lo que hizo falta para que él no tuviera carencia alguna y (por supuesto) sin ningún interés en nada más que su propia sensación de poder y triunfo. El rico solitario encerrado en su burbuja, su nave espacial o su fuerte de altísimas paredes. Nadie se sorprenderá al enterarse de que esta es una fantasía no solamente fomentada desde el “norte global” sino defendida por una abrumadora mayoría masculina: igual que el cohete de Bezos, la noción de que un solo individuo puede triunfar sobre el mundo entero y someterlo (o por lo menos hacerlo a un lado) parece estar asociada con masculinidades muy tóxicas. A este respecto, resulta revelador este reportaje de Sam Biddle acerca de un estafador especializado en promover “alojamientos contra el fin del mundo” para ricos: la relación entre el estafador y una de sus víctimas está cruzada por continuos desplantes de virilidad y, al mismo tiempo, una corriente homoerótica fuertemente reprimida.

Como otras fantasías humanas –expresiones interiores de deseos reprimidos, contrapesos de las frustraciones diarias, válvulas de escape para las contradicciones de la propia identidad y las presiones de la sociedad a nuestro alrededor–, la del rico solitario puede imaginarse, enunciarse, disfrutarse al modo táctil de los sueños eróticos. Pero no puede cumplirse. Al contrario de la política, la catástrofe climática no conoce fronteras ni diferencias entre vecindarios ricos y pobres; es posible que, cuando la fortuna de usted en bitcoin pierda todo valor, los mercenarios que usted contrate para que lo protejan tras el apocalipsis se rebelen en su contra; es posible también que la maquinaria de la nave o la colonia interplanetaria se descomponga y no haya piezas de repuesto. Además, todas sus versiones llevan a conclusiones lógicas que casi ningún aspirante a rico solitario parece capaz de aprehender, y mucho menos expresar. Para vislumbrarlas hay que recurrir a las artes.

Un ejemplo literario, entre varios posibles, es una novela del escritor rusoestadounidense Isaac Asimov (1920-1992), aún popular entre lectores de ciencia ficción formados en la segunda mitad el siglo XX. En El sol desnudo (1957), Asimov imagina un planeta distante, llamado Solaria, con una población reducidísima: exactamente 20,000 personas, cada una de las cuales vive a solas en una hacienda de millones de hectáreas: todos sus “trabajadores” son robots de aspecto apenas humano. La trama de la novela gira alrededor de un crimen pasional, y Asimov se concentra casi por entero en lo difícil de las relaciones interpersonales de semejante cultura, que favorece la soledad como símbolo de estatus: cómo se sufre al tener que encontrarse con otro humano en vivo y no por videollamada, cuánto cuesta lidiar con la frustración sexual dado que el contacto físico es tabú, por qué se desea que haya una tecnología para producir embriones artificialmente (con ella sería posible, al fin, prescindir enteramente de la presencia física)… Pero el planeta Solaria es el cumplimiento casi definitivo de la fantasía del rico solitario, y justo debajo de esa superficie hay una pregunta obvia. ¿Cómo se podría llegar, en realidad, a semejante estado de cosas?

Asimov evita meterse en demasiados problemas: un personaje de la novela relata que Solaria era un planeta adecuado para la vida humana de forma natural, y que sus primeros habitantes fueron ya unos poquísimos multimillonarios –llegados de otro mundo, con más habitantes y menos recursos–, cuyos robots hicieron todo el trabajo sucio de construcción y acondicionamiento de las enormes propiedades. Aunque el término robot fue acuñado por el escritor checo Josef Čapek con base en la palabra checa robota, que significa “trabajo forzado” o “servidumbre”, los robots sirven en el libro como sustitutos amables, más que como emblemas, de la esclavitud. Sin embargo, la desigualdad persiste, y al terminar el libro es posible preguntarse cómo hubieran desarrollado la misma historia otros artistas. Christopher Nolan, por ejemplo, en cuya película Interestelar (2014) nadie que no parezca blanco, anglosajón y protestante sobrevive al colapso ambiental de la Tierra. O Ursula K. LeGuin, que escribió El nombre del mundo es bosque (1976), una representación feroz y apenas velada de un proyecto radical de explotación colonialista. O Philip K. Dick, quien en La penúltima verdad (1964) describió a la Tierra misma como un planeta dividido en unos pocos latifundios colosales, pero con una población humana esclavizada bajo tierra, ignorante de que sus fábricas hacen bienes de lujo para los latifundistas.

En el fondo, la fantasía del rico solitario es una fantasía psicópata: desprovista por entero de empatía, en efecto, y capaz de mirar a otros seres humanos únicamente como recursos naturales, listos para ser explotados y desechados. Habrá muy pocos entre los Daniel Turners del mundo que lo admitan, pero los extremos impensables de la explotación y la violencia totales –la muerte despaciosa de pueblos enteros a lo largo de generaciones, o bien la muerte rápida y sistematizada, como en el gulag o los campos de exterminio– son los del capitalismo realmente existente en nuestro tiempo.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: August 5, 2021 at 4:42 pm

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