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¿Quién teme al oso feroz?
COLUMN/COLUMNA

¿Quién teme al oso feroz?

Andrés Ortiz Moyano

En el momento justo en el que escribo este artículo, en Moscú hace -18º Celsius. Una temperatura acorde con el presente invierno pero que contrasta con la certeza de que Rusia es, hoy día metafóricamente, uno de los puntos más calientes del planeta.

Si bien el gigante euroasiático es un tradicional actor principal en la política internacional, los recientes acontecimientos y la enorme pléyade de interrogantes que arroja su futuro a medio y largo plazo, complican aún más la lectura de un país extraordinariamente complejo per se.

La madeja rusa (o la matrioska, ya que estamos) comienza con el terremoto social provocado por el líder disidente Alexéi Navalny. Resumamos que denunció la profunda corrupción del régimen de Vladimir Putin, fue envenenado y a su regreso ha sido condenado a tres años de detención en plena Siberia.

Los efectos inmediatos han sido varios, destacando desde la repulsa y condena por parte de países occidentales, hasta la explosión de notables manifestaciones sociales reprimidas con puño de hierro.

Navalny y su fundación han denunciado en multitud de ocasiones con datos contrastados la profunda corrupción existente en el régimen de Putin, cuya mayor sublimación ha sido la denuncia sobre un supuesto palacio faraónico a orillas del Mar Negro propiedad del presidente. Pero según Navalny, las irregularidades no se limitan a suelo ruso, sino que transcienden fronteras como los más de 17.000 millones de dólares que el Kremlin ha invertido en Venezuela en los últimos diez años con el objetivo de reforzar el régimen chavista y su sucedáneo madurista.

©Mitya Aleshkovsky

Según las encuestas oficiales (normalmente elaboradas por medios afines y controlados por Putin, que le otorgan entre un 40 y un 60% de popularidad), Navalny no es lo suficientemente popular en el país como para erigirse como una alternativa cierta al status quo, a pesar de que el contexto actual revela reacciones en la sociedad respecto a su omnímodo poder. Sólo en 2011 hubo un clima parecido, en las vísperas de su reelección presidencial tras el breve interregno como primer ministro entre 2008 y 2012 con Dmitri Medvédev como presidente.

Resulta, pues, harto improbable que, en efecto, la figura de Navalny pueda considerarse una alternativa real a Putin. Quizás sea un planteamiento demasiado ambicioso que merezca ser cambiado por otro más conservador pero seguro. Es decir, el que apuntan algunos expertos en Rusia que aseguran que el caso Navalny ha supuesto un nuevo episodio de desgaste de un régimen que demuestra cada vez más fatiga en sus respuestas y en su incierto futuro. La propia sucesión de Putin es más bien un tema tabú. Lleva en el poder dos largas décadas y la reciente reforma constitucional de 2020 le permitiría ser presidenciable hasta 2036, gracias a otra medida legal pero de claros tintes autocráticos.

La propia popularidad rusa está por los suelos, especialmente gracias a los flagrantes casos de ataques informáticos como el reciente de Solarwinds, o las exhaustivas campañas de desinformación en países de la Unión Europea, como España y los independentistas catalanes, alineados con el Kremlin para generar un exacerbado clima de inestabilidad, aprovechable según sus intereses.

El mundo mira a Rusia y la reconoce como un evidente factor de desestabilización, más aún cuando hace propaganda incluso con las vacunas contra la Covid-19. Es un ritmo que pocos países pueden aguantar, desde luego.

Pero sería una temeridad o una estupidez, ustedes elijan, pensar que el oso está moribundo. En sentido estricto, nada de lo expuesto hace pensar que vaya a darse un cambio inmediato en Rusia. Más aún, si por algo se ha demostrado maestro el presidente Putin es en su política de apretar-aliviar que termina siempre con sus críticos en agua de borrajas.

No han sido pocos los analistas, líderes mundiales y expertos observadores los que han errado durante estas dos décadas en sus previsiones sobre el porvenir de Putin al frente del país. En todo este tiempo, se ha producido la anexión de Crimea, la invasión de Georgia, el desplome del precio del petróleo, el envenenamiento de los antiguos espías soviéticos Alexander Litvinenko y Sergei Skripal, o encarcelamiento del oligarca Mijaíl Jodorkovsky; se sugirieron razones de todo tipo por las que era imposible que Putin continuara en el poder: las élites rusas iban a rebelarse, las sanciones económicas iban a asestar un golpe letal, la caída de los ingresos sería su fin. Pero Putin siempre aguanta.

Por si fuera poco, Rusia, a pesar de sus achaques, se siente fuerte. Tan fuerte como para despreciar a la misma Unión Europea. El último episodio ha sido más propio de la Guerra Fría que de la tercera década del siglo XXI. En esta ocasión, la displicencia de Rusia con la Unión Europea se evidenció durante la visita a Moscú del Alto Comisionado de Política Exterior de la UE, Josep Borrell. En su encuentro con el ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, Borrell pidió la «liberación inmediata» de Navalny, lo cual revela claramente la postura europea en estos momentos con respecto a Rusia. La respuesta de Lavrov fue del todo agresiva, respondiendo las supuestas irregularidades españolas y europeas con los independentistas catalanes.

Rusia se siente también tan fuerte que no duda en asegurar que puede con todo y con todos, que no necesita a nadie. El propio Lavrov aseguró días después del incidente con Borrell que su país estaba dispuesto a romper relaciones con la UE en caso de que esta planteara nuevas sanciones.

La nueva administración Biden y la UE no han tardado en anunciar nuevas sanciones que Moscú ha despreciado de inmediato. Para el nuevo POTUS, plantear una política radicalmente distinta con Rusia respecto a su antecesor Donald Trump es clave. En cualquier caso, a efectos prácticos las nuevas sanciones son gestos necesarios para dejar claras las posiciones de unos y otros, pero poco eficaces. Especialmente con un régimen, como decíamos, maduro, todavía fuerte, en lenta decadencia, incapaz de renovarse y temeroso por un futuro que estima, en cualquier caso, muy lejano. Así, la palabra que más se puede ajustar a la relación de Rusia con el mundo democrático y libre es frustración pues lo normal es que todavía quede mucho por delante para que cambios reales y prodemocráticos se apliquen en la vieja Rusia.

 

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetasClaves de la propaganda yihadista; #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

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Posted: March 4, 2021 at 8:00 pm

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