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La sombra del Reino

La sombra del Reino

Andrés Ortiz Moyano

En el mismo momento que escribo estas líneas, me llega una de las fotografías más impactantes que he visto en mi vida. En ellas, el hijo del periodista asesinado Jamal Khashoggi, Salah, estrecha la mano del príncipe saudí Mohamed bin Salman, el mismo que, presuntamente, ordenó el secuestro, tortura, mutilación y asesinato del primero apenas unos días antes. Confieso que estoy del todo aturdido por la escena, un humillante blanqueo propagandístico por el que obligan a pasar al chico, inundado de lágrimas de cocodrilo.

Pero más allá de toda la parafernalia coreográfica de la fotografía (las dictaduras nunca dejan nada al azar o, como dice mi madre, no dan puntadas sin hilo), lo que no puedo dejar de observar son las miradas del hijo y del príncipe, la víctima y el verdugo, la pureza frente a la oscuridad… Esas miradas… Me pregunto si estoy ante una fotografía histórica, si siento lo mismo que aquellos que vieron antes al miliciano muerto de Robert Capa o la instantánea de la reacción de George W. Bush en una escuela infantil al ser informado del 11S.

Intento concentrarme para escribir el artículo más certero y divulgativo posible sobre este complejo suceso; es dificil, pues la actualidad galopa mordiéndome los tobillos como un perro rabioso. Para el periodista que asiste a un hecho que, independientemente de cómo termine, está sacudiendo al mundo es, en todo caso, un regalo que siempre debe ser aprovechado. En ese sentido, no me cabe la menor duda, el asesinato de Jamal Khashoggi ha provocado un terremoto que nadie podía prever. Al fin y al cabo, matan a periodistas todos los días, en todas partes del mundo; y, además, precisamente Arabia Saudí nos tiene acostumbrados a regulares salvajadas sobre las que solemos corren un tupido velo: encarcelamiento de críticos con el régimen teocrático de Riad, de activistas por los derechos de las mujeres, ajusticiamiento público de homosexuales, nula libertad de prensa… Y, sin embargo, se mueve, que diría el otro.

Cierto es que, en esta ocasión, los elementos conforman un cóctel explosivo, pero no más que otros similares que, sin embargo, se han perdido dolorosamente en la memoria colectiva. Me viene a la mente el asesinato hace más de un año de la periodista Daphne Caruana Galizia en Malta (sí, Malta, en plena Unión Europea). Caruana investigaba un sucio caso de corrupción que afecta al mismo gobierno de las islas y la silenciaron con una bomba en el coche. Nadie dice saber nada todavía.

El caso Khashoggi sí es cierto que ofrece una serie de elementos mediáticos que lo hace más atractivo al circo catódico y digital. Para empezar, el propio Jamal Khashoggi, periodista de renombre y dilatada trayectoria profesional. Era un líder de opinión en la comunidad mediática musulmana, y firmaba regularmente una columna en el mismísimo The Washington Post, desde la que solía atizar ciertos vicios de la corona saudí, sobre todo desde el nombramiento del nuevo príncipe heredero, el flamante Mohamed bin Salman, a.k.a. MBS, por quien incluso se autoexilió. En este sentido, puede entenderse un clásico ajuste de cuentas entre el poder y la prensa.

Pero, ojo, Khashoggi nunca fue un activista contra Arabia Saudí. De hecho, la mayor parte de su vida profesional la dedicó en su país, donde si no eres uno de los 25.000 miembros de la familia real, tienes muy difícil adquirir notoriedad. Pero Khashoggi lo consiguió aun siendo, para entendernos, un plebeyo. En su trabajo nunca se apreció un interés en cambiar las complejas y atávicas estructuras del Reino, sino una mayor apertura. De hecho, siempre se mostró próximo a la ideología de los polémicos Hermanos Musulmanes.

El propio secuestro y asesinato en sí presentan también un indudable atractivo para el gran público. Khashoggi, a las puertas de un nuevo matrimonio con una ciudadana turca, necesita los papeles del divorcio de un matrimonio anterior. Realiza las gestiones sin problema en fechas anteriores y acude, junto a su amada, al consulado saudí en Estambul (como explicaremos más adelante, el papel de Turquía aquí trasciende lo meramente accidental). Sus allegados aseguran que el periodista se encontraba en uno de los momentos de mayor vitalidad que le recuerdan, feliz por el inminente enlace. Jamal acudió a la embajada junto a su prometida, quien permaneció en el coche mientras el hombre entraba por la puerta de un edificio que acabó engulléndolo para siempre. A partir de ahí, píldoras informativas repartidas y filtradas estratégicamente durante días. Secuestro, tortura, mutilación, degüello, una carnicería, todo un escuadrón de la muerte ad hoc para el martirio, e incluso un doble de Khashoggi para confundir a las cámaras de seguridad.

Mientras redacto estas líneas todavía no se sabe dónde están los restos del periodista. El relato de terror todavía está inconcluso.

Todas las miradas, lógicamente, se dirigen a Riad, concretamente a MBS, ese que tiende la mano al hijo del asesinado ut supra. Por el peso de las miradas de todo el mundo, Arabia reacciona y contesta, primero con un comunicado bravucón en el que, básicamente, recuerda que no le gusta que le toquen sus petronarices y, después, con burdas excusas sobre lo que ha podido pasarle a Khashoggi. Todo muy críptico y deslavazado.

Hay quien ha calificado estas respuestas como “cutres” o incluso “torpes”. Pero creo que no es ni lo uno ni lo otro, sino las propias de alguien, en este caso un país, nada acostumbrado a tener que dar explicaciones ni a que nadie le tosa. Y es que Arabia Saudí es una superpotencia mundial. Incomparable, por supuesto a EE.UU, China, Alemania o Japón, por ejemplo, pero pieza fundamental en dos de los sectores clave de la economía global: el petróleo y las armas.

Poco vamos a aportar a estas alturas más conocimiento sobre la bien sabida fuerza petrolera de los saudíes, aunque cabe destacar que su producción ya no es tan arrolladora como hace algunos años y que algunos países la han superado. Véase, por ejemplo, el propio EEUU. Occidente necesita a Arabia Saudí, sí, pero quizás Arabia Saudí necesite más a Occidente. Aun así, el idilio mercantil sigue totalmente vigente.

En cuanto a la venta de armas, el asesinato de Khashoggi ha golpeado con fuerza uno de los mercados más lucrativos del mundo. Quién lo iba a decir. Arabia es uno de los principales compradores de armamento en todo el mundo. Centrémonos en España, por ejemplo. En la “Piel de toro” no se habla tanto del caso Khashoggi directamente, sino de rebote sobre el reciente contrato firmado por 2.000 millones de euros a cambio de varios buques de guerra construidos en los astilleros de Cádiz. Políticos oportunistas y de cierto perfil demagogo han condenado este acuerdo, apuntando incluso al rey de España por la tradicional alianza entre la corona española y la saudí. España es uno de los más grandes productores de armas del mundo y el Reino, un cliente satisfecho, pero el maniqueísmo teledirigido no es aconsejable. Es un asunto complejo, pues si bien los Derechos Humanos son sagrados, no menos importantes son los empleos y la estabilidad económica de miles de familias. En cualquier caso, más allá de los principios (en las relaciones internacionales suele haber pocos), los políticos se afanan en simplificar hasta el absurdo una ecuación de dificilísima solución.

La incombustible Angela Merkel ha ordenado detener la venta de armas a Riad hasta que el caso Khashoggi se solucione; detener, que no liquidar. Y a partir de ahí…

Otro escaqueo moral que hemos tenido con Riad se explica más allá de lo económico, pues la casa de Saud representa un papel fundamental en el “Gran Juego” de Oriente Medio. Arabia Saudí es el gran paladín suní (secta mayoritaria del islam) y, por consiguiente, enemigo a muerte de Irán (chií), a su vez, el mismísimo mal para Occidente y sus aliados. Hasta tal punto llega la inquina mutua que Arabia prefiere aliarse con Israel en pos de hacerle la puñeta al enemigo común, que tener algún tipo de vinculación con el régimen de los ayatolás. Y en sentido contrario, para nuestra vergüenza, pues no olvidemos que es la misma Arabia Saudí, y el resto de petromonarquías del Golfo, la que riega de fundamentalistas el mundo, la que patrocina yihadistas como ISIS y la que decapita homosexuales.

Y este panorama, de por sí convulso, vive una especial combustión desde que, precisamente, MBS fue elegido heredero del rey Salman. El joven príncipe ha sido aplaudido en Occidente como el símbolo de la tan ansiada apertura del país al mundo, alabando hasta el ridículo medidas como, por ejemplo, la prohibición medieval a las mujeres de conducir, o inaugurando salas de cine para ambos sexos. Bin Salman se ha mostrado implacable desde el minuto uno de su nombramiento (y también dos años antes, como ministro de Defensa). Ha purgado a miembros de la familia real (rivales al trono), militares y críticos so acusación de corrupción; está machando al vecino Yemen en lo que es ya la mayor crisis humanitaria del planeta con más de 50.000 muertos, una hambruna ya crónica, y una galopante epidemia de cólera; ha confiscado bienes de posibles rivales, ha intentado aislar a Catar (quien ahora mira con ojitos golosos a Irán), se ha peleado con Canadá y, por supuesto, sigue su cruzada interna contra cualquier disidente.

Las lisonjas prolongadas suelen desembocar en soberbia, y la soberbia, en la percepción desvirtuada de la realidad. El asesinato de Khashoggi muy posiblemente no tumbe a MBS, como han vaticinado algunos, pero sin duda le ha hecho sentir un pequeño movimiento en su trono. No le faltan enemigos en su propia casa, pero de ahí a ser descabalgado de la poltrona…

Otro botón de muestra de la complejidad de un caso que no es simplemente de asesinato, es el papel de Turquía. No nos engañemos: lo poco que sabemos es lo que quiere Ankara que sepamos (en realidad, el omnipotente Erdogan). Turquía es pieza fundamental en ese “Gran Juego” y, por cierto, uno de los mayores enemigos en los últimos tiempos de la libertad de prensa. La puesta en escena de Erdogan, prometiendo primicias y evidencias contundentes sobre la muerte del periodista apenas pasó de una tibia y descafeinada declaración de buena intenciones y pueril reprimenda a Riad. En materia informativa, tiene la sartén por el mango, pero debe andarse con ojo, MBS es joven y, como se ve, claramente vengativo. Erdogan es listo, mucho. Jugará bien sus cartas antes de dejar en evidencia a alguien que puede liquidarlo (figuradamente hablando… ¿o no?).

Es la complejidad de los días que vivimos. Donde todo está conectado, donde la labor periodística honesta, veraz, rigurosa mas accesible es asaz importantísima, vital. En este extenso artículo se ha intentado, no sé con qué éxito, aclarar las principales claves del inconcluso caso Khashoggi; y mientras usted, querido lector, asimila todo lo anteriormente expuesto, el abajo firmante sigue sin poder parar de mirar la foto del joven y humillado Salah.

 

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetas. Claves de la propaganda yihadista, #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicaciónYo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

 

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Posted: October 24, 2018 at 8:12 pm

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