Interview
Autos usados

Autos usados

Diversos autores

Adolfo Castañón

Safari 1979

Cuatro puertas desmontables. Ventanillas de plástico desmontables. Techo y parabrisas abatibles. Color Blanco. Lo compré con lo que me pagó el FCE por la traducción del libro Jorge Cuesta: Itinerario de una disidencia, de Louis Panabière. El Safari, diseñado por Rommel para la guerra en el desierto –desert rat, como lo bautizó el anarca Benito Lacave Fernández (1938-2013)–, nos acompañó en muchas aventuras subiendo a lugares imposibles en el Desierto de los Leones, durmiendo en las playas con los amigos de Caos, sirviendo como vehículo de rescate en el sismo de 1985, ascendiendo las pendientes boscosas en busca de claviceps purpurea, llevando libros y revistas usados. Alcanzaba 120 kilómetros por hora, pero arriba se zarandeaba como si fueran 240. Lo regalé a unas maestras de una escuela Waldorf, llamada Goethe, donde siguió sus avatares. Nunca nos detuvieron en él, pues tenía salvoconductos de otro mundo.

 Ana García Bergua

Celebrity 1983

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Nuestro enorme Celebrity, repintado de blanco como un viejo refrigerador y bautizado por un amigo como Moby Dick, murió desvielado sin remedio por ahí de 1996, a la mitad de una asoleadísima Autopista del Sol. Losflamantes teléfonos a cada lado de la carretera estaban tan muertos como el coche. En medio de aquella nada de sol, carretera y montículos de arena, vimos acercarse a un hombre de sombrero, lentes oscuros, decorado con múltiples cadenas de oro en el cuello y los brazos, amén de un diente malvado que brillaba. ¿Era el jefe de los bandoleros?, ¿Pedro Navajas? ¡No, era el hombre de las grúas! Aun así, le dijimos gracias y esperamos a los amigos que venían en otro auto, para que pidieran auxilios más confiables. Una tarde entera esperando en el vientre de nuestra ballena, con los bandidos alrededor….

 Pura López Colomé

Golf 2001

Una vez por semana, los miércoles, a eso de las tres de la tarde, esta burbuja en movimiento se transformaba en estudio de grabación. Lo que ahí ocurría era un ritual a cargo de tres voces, tres tesituras distintas, que al llenar de aire los pulmones insuflaban color a una filmación velocísima en torno no del Gran Teatro del Mundo, sino del mundo natural a secas: a cada nota iba cambiando aquel caleidoscopio de violetas a naranjas a blancos y amarillos y verdes esmeralda, botella, permanente, y azul metálico, marino, índigo, rey, cielo. Para entonces, no había quicio que contenernos pudiera, nadie estaba ya en ninguna parte, cada uno era el ser de ningún lado, palabras puestas en boca de algún jinete de tierra caliente, algún viajero hiperbóreo, pan de ángeles de lo que yo entonces nombré nuestro personal espacio abstracto, continuo, eslabón perdido y hallado cada siete días, de siete en siete, de ida y vuelta.

Sandra Lorenzano

Lugar: Interior de un Renault Dauphine. Año: 1965

Personajes: Nosotros, es decir: mamá, papá, mi hermano y yo. Éramos entonces lo que se conocía como una “familia tipo”. Estaba claro que mis padres no habían obedecido la sugerencia del gobierno de “poblar la Patagonia”.

Tengo cinco años y celebro la llegada de la lluvia como una vieja campesina. Vamos cantando. Siempre cantamos en el auto. Mal, claro. Ninguno de nosotros tiene buen oído, ninguno afina demasiado; pero las canciones de los campamentos a los que había ido mamá de chica (era una hija de la izquierda judía porteña) y las de los bailes a los que había ido papá (él era un hijo de la clase media pampeana) son nuestro “soundtrack” automovilístico. La lluvia aumenta, casi no nos escuchamos ya unos a otros. De pronto, el agua empieza a meterse por los pedales. “El Ejército del Ebro rumba la rumba la rumbambá”, seguimos nosotros. El autito empieza a flotar. “Ay Carmela. Ay Carmela”. En ese momento no sabemos que estamos siendo testigos de unas de las peores inundaciones de la ciudad. Nada importa demasiado; estamos seguros de que el afuera nunca cambiará la seguridad de nuestra boyita motorizada. “Y a las tropas invasoras, rumba la rumba la rumbabá, buena paliza les dio. Ay Carmela.”

Miriam Mabel Martínez

Gremlin 1976

Aprendí a amar el color amarillo con la Gremlin de mi mamá. Para mí subirme a este coche salido de las caricaturas era mi pase a la aventura. Durante mis primeros años fue el vehículo que me llevó y me trajo no sólo por la ciudad. Desde el asiento trasero vi difuminarse la niebla en las Cumbres de Acultzingo y también me paré junto a esta nave casi espacial en la panga para cruzar el río Papaloapan, con el sol abrillantando ese amarillo mostaza. Una escena de ciencia ficción. O cómo describir la visión de un auto semicompacto sin cola, pero trompudo, con un trazo trapezoidal y un parabrisas trasero parecido a un ventanal mientras flotaba sobre una estructura muy sencilla timoneada por un pequeño motor y dos hombres con sombrero, pantalones arremangados y descalzos dar dirección con unos palos enormes a la volátil panga –portautos–. Seguramente para quienes nos observaban desde la orilla del río era como ver llegar a la familia Sónico, al menos eso me gusta imaginar: mi madre Ultra Sónico; mi hermana, Lucero Sónico. Mi Súper Sónico padre, en aquellos días, manejaba un Mustang rojo, y para mí ese bólido colorado y la Gremlin amarilla de mi mamá me conducían hacia el futuro. En el camino American Motors desapareció, el Mustang se estilizó y yo sigo llamando al Major Tom.

 David Miklos

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Renault 12 1973

Aprendí a manejar en un Renault 12 color verde pistache, modelo 1973, que fue el primer coche de mi madre, un coche francés, como ella, aunque ensamblado en México. El coche era viejo y de motor delicado. Cuando finalmente lo heredé, mi padre lo chocó de frente. A la hora de repararlo, le pedí que le cambiáramos el color: de verde pistache a blanco refrigerador. No sólo su motor era delicado: también lo era su carrocería, que pronto se oxidó. Había un gran agujero en el piso, del lado del copiloto, y pasar a toda velocidad sobre un charco significaba un baño exprés de agua puerca. Vendimos el Renault 12 poco después de que cumplí 16 años y me prohibieron manejar porque destrocé el coche de mi padre, un Topaz café, modelo 1984, que luego fue mío, aunque lo pintamos de negro.

 Ezio Neyra 

Jeep Willys 1980

Mi abuelo siempre me dijo que para celebrar mi nacimiento decidió comprarse un nuevo Jeep. Nunca le creí. En el fondo, amante de los autos como era, sé que de todos modos se lo hubiera comprado. De los cuatro autos que tenía, Willy, como comenzamos a llamarla con mis primos con el correr de los años, era el que más utilizaba. Era azul, cabían seis o siete pasajeros y era el vehículo ideal para las pistas sinuosas y, muchas de ellas, sin asfaltar del Camaná de los ochentas. En las múltiples veces que me subí a ese jeep en los veranos que pasé con mis abuelos, jamás me imaginé que varios años más tarde la siguiente escena formaría parte de una de mis novelas (casi de manera literal, aunque ya se sabe que la memoria siempre es traicionera). Una tarde, cuando regresábamos de la chacra, a mi abuelo se le ocurrió desviarse de la ruta habitual y conducir por la orilla de la playa. No se enteró de que la marea estaba especialmente alta ese día y que la orilla estaba empapada por lo que parecía un barro densísimo y traicionero. A pesar de las enormes olas que podíamos ver a través de los cristales del auto, manejó muy cerca del mar, en donde la orilla se hundía, y de pronto Willy fue incapaz de moverse. Fue imposible desencallarla por más que tratamos (los cuatro primos, mi abuelo y uno de mis tíos) de una u otra manera de mover la pesada máquina. Unos pescadores se nos acercaron y nos dijeron que mejor dejáramos la camioneta allí hasta el día siguiente porque todo indicaba que el mar seguiría creciendo. Que mi abuelo dejara en manos del océano su auto preferido era imposible, así que mandó a mi tío que nos llevara a mí y a mis primos a casa, y nos despidió diciéndonos que pronto volvería. En casa, ya bien abrigados y al cuidado de nuestras madres, todos estuvimos preocupados y previendo lo peor hasta que escuchamos el cansino ronroneo de Willy ingresando a la cochera. El abuelo, empapado de la cabeza a los pies pero con aire heroico, había vencido al mar.

 José Ramón Ruisánchez

Nausicaa 1990

Adelantándose al desastre de los astilleros europeos, los armadores griegos contrataron a siete japoneses que habían trabajado varias décadas para las armadoras de autos y reciclaron su industria. Luego pusieron una planta en Guaymas y otra en Progreso. Mi padre era subcontador en la oficina central. Así que mi primer auto nuevo fue un Nausicaa que olía a sal, a brea y a un viento que viene de lejos. Me da gusto que por las páginas de la ficción de Juan Villoro circule un Nausicaa, como un barco de vela, marcando el fin de un mundo y el inicio de otro mucho peor.

Santiago Vaquera-Vásquez

Caprice 1974

Porque sabía que sería una ayuda si tuviera carro, mi mamá pudo conseguirme uno viejo y usado. Era un Caprice del ’74. Su color original era algo entre

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oro y cobre con un techo color café oscuro. La pintura estaba enmuy mal estado, tenía manchas descoloridas en los lados y varios golpes habían sido arreglados y parchados con pintura de otro color. La cajuela no estaba bien sellada, cada vez que llovía se llenaba de agua y luego pasaba al interior. Cuando a mi mamá se le olvidó sacar una bolsa de cemento de la cajuela y luego llovió, el peso hizo bajar mi carro. Lo único que tenía bueno era el motor, uno bien potente. Lo malo era que un dueño anterior al hacer arreglos en ello se le olvidó de atornillarlo de un lado. Cada vez que daba vuelta en una curva, sentía como el motor se levantaba un poco y luego bajaba con un golpe.

Básicamente, el carro era una carcacha de la muerte. Tampoco me importaba tanto. A veces de noche, cuando llegaba a casa, me sentaba en el cofre y miraba a las estrellas. O me iba al lago con amigos para nadar o a tirarme en la playa. Con todos sus fallos nunca dejé de pensar que mi carro me podría llevar a otros lugares. Era mi carro y en él salía a conducir recio por entre los campos de maíz y los huertos de naranja, almendra y aceituna con una banda sonora de Devo, the Clash, y los B-52’s.

Al final el motor de mi Caprice llegó al final de su vida. Se empezó a averiar con más frecuencia hasta que al final del verano del ’83, el carro ya no avanzaba y terminó en un yonque. Al poco tiempo, mi mamá llegó a casa con otro carro viejo y usado, un Datsun B210.

Carla Faesler

Caribe 1987

Viajando en la inmovilidad,

me pregunto por los ojos estáticos

que clavados me miraron en la gasolinera

¿de quién es este viaje?

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Posted: November 4, 2013 at 4:36 am

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