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Cuando los refugiados eran alemanes

Cuando los refugiados eran alemanes

Efraín Villanueva

Desde la guerra en los Balcanes en la década de 1990, Europa no se enfrentaba a una crisis de refugiados como la actual. En 2015, la canciller Ángela Merkel decidió que Alemania tenía el deber de acoger a las masas que huían de la violencia y la miseria en África, pero especialmente a aquellos que escapaban de la guerra en Siria. “Wir schaffen das” (podemos lograr esto), les aseguró a sus compatriotas.

Inicialmente, la decisión de Merkel resonó en un porcentaje considerable de alemanes, sobre todo los más jóvenes, quienes se arrojaron a las estaciones de trenes para demostrar su apoyo y solidaridad con los recién llegados. Poco tiempo necesitó el gobierno, sin embargo, para percatarse de que no le bastaría solo con buenas intenciones. Para finales de ese año, Alemania recibió alrededor de 900.000 refugiados deseosos de que se les admitiera bajo asilo. Una empresa de magnitudes inesperadas que requería inversión en alojamientos temporales, seguridad, comida, ropa, papeleo y personal de apoyo y migratorio.

La crisis

Desde entonces, la Unión de Europea ha vivido un constante tire y afloje en el manejo de la situación: qué países están en capacidad de aceptar refugiados y en qué cantidad, quién pagará el dinero para atenderlos, la creación de zonas seguras por fuera de la Unión, entre otros. Incidentes de seguridad como ataques terroristas que involucran refugiados o inmigrantes irregulares han agravado el problema.

A lo largo y ancho de Europa, grupos populistas han aprovechado la coyuntura, el miedo y la ignorancia de un sector del continente para promulgar retóricas nacionalistas y racistas que culpan de los problemas de Europa a los refugiados, a los inmigrantes, a los no cristianos, a los no blancos. Para algunos, los medios han ayudado a fortalecer el poder de las arengas xenofóbicas al normalizar la distinción entre “ellos” y “nosotros”. Con frecuencia, las noticias enfatizan si los sospechosos en un crimen son inmigrantes, refugiados o solicitantes de asilo. Mientras algunos medios no son conscientes del daño que su lenguaje puede provocar o creen que la nacionalidad de los sospechosos es un mero detalle de la noticia, algunos usan esta estrategia a propósito, conscientes de que así atraen más clics.

Durante la celebración de Año Nuevo en Colonia, en 2015, decenas de abusos sexuales, robos y violaciones fueron reportados. Luego de las declaraciones de algunas víctimas y de los reportes policiales, los medios resaltaron hasta el cansancio que los sospechosos no eran alemanes sino “hombres de ascendencia árabe y norafricana”. Nadis Shedadeh, activista femenina alemana, ha utilizado desde entonces esta descripción como una irónica marca registrada (Arabisch un nordafrikanisch aussenhende Männer ™) para criticar el constructo social de este grupo en los medios.

En algunos países, las fuerzas populistas y de ultraderecha han llegado a tomar las riendas del gobierno. En Austria, el canciller Sebastian Kurz y su vicecanciller Heinz-Christian Strace, y en Italia el primer ministro Giuseppe Conte y su ministro de interior Matteo Salvini, son los principales abanderados en favor de restringir la entrada de inmigrantes irregulares y refugiados. Merkel, sometida también a presiones nacionales (incluso desde el interior de su propio partido), ha cedido a concesiones políticas, como establecer un máximo en el número de admitidos por año. Sin embargo, la mayoría de alemanes, como parecen demostrarlo las marchas multitudinarias, como la del 13 de octubre de 2018 en Berlín, confían en que la crisis se resuelva de forma humanitaria e insisten en que están dispuestos a ayudar.

El apoyo de quienes aprueban la Willkommenskultur, la cultura de bienvenida promovida por la canciller, quizá nace de la culpa que el país se ha enseñado a no olvidar luego de las atrocidades del régimen nazi. Pero también porque muchos alemanes recuerdan y les han inculcado a las nuevas generaciones que, en el pasado, fueron ellos, los alemanes, los refugiados sin hogar. En Alemania, poco se discute sobre este pasado. En parte porque la culpabilidad los restringe: hablar de alemanes como víctimas arriesga minimizar sus actos como victimarios.

Refugiados del pasado

En 1945, los Aliados le quitaron a Alemania el veinticinco por ciento de sus territorios, ampliando las fronteras de Polonia y lo que en ese entonces era Checoslovaquia. A los alemanes de esas áreas se les ordenó “en una manera ordenada y humana”, según lo establece el Acuerdo de Potsdam. La idea parecía simple y adecuada en ese momento. No solo para proteger a los alemanes (quienes, ahora derrotados, se enfrentaban a repatriaciones, persecuciones y crímenes de odio) sino también al continente. Si la Segunda Guerra se había iniciado por las pretensiones raciales de un maniaco como Hitler, la solución estaba en mantener cada raza, idioma y nacionalidad limitada a los confines de sus fronteras. En palabras de Winston Churchill: “no habrá mezcla de poblaciones que causen problemas interminables. Haremos un barrido limpio”.

Para entre doce y catorce millones de alemanes (un cuarto de los sobrevivientes alemanes de la guerra) el plan significó que la tierra en la que habían vivido por generaciones ya no les pertenecía, ya ni siquiera era parte de su país. Debían partir a regiones que nunca habían visitado o cuyos nombres no reconocían o en las que se hablaban dialectos desconocidos (los dialectos alemanes pueden ser tan diferentes como si fuesen otro idioma). Con escasez de caballos y sin autos, el éxodo se realizó a pie, familias enteras cargando lo que podían en carretas de mercado. Se estima que dos millones de civiles murieron en el camino.

Igual que los refugiados actuales, los refugiados alemanes no siempre fueron recibidos con los brazos abiertos. Para el historiador Andreas Kosert “la llegada de alemanes del este era recordatorio de que todos habían perdido la guerra juntos […] Los alemanes occidentales querían olvidar sus responsabilidades de la guerra tan pronto como fuese posible” mientras que los refugiados sentían que su expulsión había sido un castigo injusto al que sus compatriotas del occidente no fueron sometidos.

Vuelve y juega

Con el inicio de la Guerra Fría en 1949, los Aliados dividieron a Alemania en dos. Al occidente, la capitalista República Federal Alemana (RFA), vigilada por Estados Unidos, Francia y el Reino Unido. Al este, la comunista República Democrática Alemana (RDA), nación satélite de la Unión Soviética. Berlín, situada en la RDA, también fue dividida de la misma forma.

Durante poco más de una década, la fallida economía de la RDA llevó a alrededor del 20% de sus ciudadanos a buscar mejores prospectos en la RFA. Preocupado por la fuga de mano de obra, la RDA ejecutó la estrategia anti inmigratoria más infame de la historia reciente: en 1961, erigió un muro alrededor de la parte occidental de Berlín y cerró el resto de sus fronteras con la RFA. Un gobierno que reprimía las libertades, la falta de recursos, empleos remunerados, pero sin mercancías que adquirir, llevaron al descontento general del pueblo de la RDA. Hasta 1989, con la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana en 1990, cientos de miles de ciudadanos de la RDA escaparon al occidente en calidad de refugiados.

Los alemanes del este han sufrido en carne propia como refugiados. Curiosamente, en 2018 las voces xenófobos más fuertes provienen de esta región. El AfD, partido de derecha alemana, logró en 2017 el 13% de los asientos en el Bundestag, principalmente gracias a votos obtenidos en estados del Este. Tal fenómeno se explica, en parte, por el aislamiento al que esta región fue sometida durante el régimen de la RDA, que creó una sociedad homogénea, cerrada, no acostumbrada y temerosa al multiculturalismo.

Pero también tiene tintes económicos. Después de 28 años de la reunificación, el Este alemán continúa económicamente rezagado con respecto al occidente. Los refugiados actuales desembarcan en Europa sin nada; sin dinero, ropa, comida, trabajo, papeles. Los locales les temen porque asumen que para que los recién llegados puedan sobrevivir algo tendrán que perder ellos. Aporofobia, miedo a las personas pobres, un término acuñado por la ensayista Adela Cortina: “[…] el verdadero rechazo es a todos esos; si son pobres porque cuando el extranjero es rico y cuando la persona de otra etnia es rica, la recibimos con todo el entusiasmo”.

Churchill habló de un “barrido limpio” y su frase ha regresado para castigarnos. En un mundo híbrido como el nuestro y en una Europa de fronteras abiertas, creer en un “barrido limpio” y en que la mezcla de poblaciones solo trae inconvenientes es vivir en un pasado que nunca quisimos revivir.

Referencias:

Efraín Villanueva Escritor colombiano radicado en Alemania. Es MFA en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa y tiene un título en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá. Sus trabajos han aparecido, en español y en inglés en publicaciones como Granta en español,Revista ArcadiaEl HeraldoVice Colombia, Literal MagazineRoads and KingdomsLittle Village Magazine, entre otros. Su Twitter es @Efra_Villanueva

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Posted: November 6, 2018 at 11:33 pm

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