El derecho mexicano a la rapiña
Pablo Majluf
Parecen ejemplos insignificantes hasta que se extrapolan con alcance nacional: es la justificación de la que se sirvió Morena para agandallarse el fideicomiso del sismo en 2017; la misma que usan líderes sociales, sindicalistas y rentistas para impedir reformas; la misma detrás de la perversa rendición ante criminales vistos como dignos sobrevivientes del desamparo.
Las imágenes y videos desde Acapulco bastan para sentir en carne propia el ambiente infernal que se vive en la otrora bahía más bella del mundo. Otis arrasó con todo a su paso: hoteles, casas, departamentos, calles, coches, carreteras, albergues, tiendas, hospitales. En lo inmediato hay gente herida, enferma, perdida; a la larga, gente sin ingresos, alimentos ni casa: gente que lo perdió todo.
Lo peor de los huracanes –he vivido un par– viene después de la tormenta, cuando las inundaciones y deslaves impiden el paso; cuando no hay refrigeración, abastecimiento ni combustible; cuando el implacable calor y la humedad se mezclan con los despiadados insectos, zancudos parasíticos y otros animales; cuando se suspende la civilización y el hombre regresa a su estado más primitivo.
En esas circunstancias, nuestro lado más humano entiende la toma desesperada de alimentos, víveres, medicinas, pilas, agua, latas, pañales, comida, incluso material de limpieza y construcción. Son momentos de sobrevivencia, instantes críticos para quienes se debaten entre la vida y la muerte. El resorte protector de un padre de familia, o el instinto guardián de un hijo cuidando a una anciana, no preguntan. La misión es subsistir.
Aunque defendible, no es comprensible desde todos los ángulos. No lo es, por ejemplo, desde la perspectiva de los pequeños propietarios de tiendas y comercios, en quienes nadie piensa nunca y quienes seguramente también ya perdieron mucho y encima deben entregar pro-bono lo que les queda a otros desesperados.
Cosa distinta en esos juegos del hombre y el hambre es la rapiña, palabra tan fea como su significado. Librémonos de ambigüedades para una definición: tomar lo indispensable en semejante escenario postapocalíptico no es rapiña. Qué le reclamas a un diabético arrebatando su insulina a punto del shock. Rapiña es lo otro que ya vimos todos: hordas de vándalos abrigados cobardemente por la fuerza de la multitud para robar refrigeradores, lavadoras, televisiones, artículos de lujo, videojuegos. ¿Desde cuándo esos enseres son necesarios para pasar la noche? ¿Las pantallas LED son nutritivas?
Me concentro en la rapiña porque tiene aristas que escapan la tragedia de Acapulco y revelan un lado oscuro de nuestra educación sentimental que hace su apología a partir de una ponderación justiciera en diferentes ámbitos de la vida pública. Como la que hizo la alcaldesa de Acapulco, Abelina López, que no sólo la barnizó con el eufemismo de “tomar cosas”, sino que la llamó una forma de “cohesión social” como si fuera una manifestación popular para pasar el mal rato. Quién sabe qué quiso decir en su balbuceo, pues si algo produce la rapiña es exactamente lo contrario: desintegración, caos, anarquía, propagación del crimen que no se detendrá en el saqueo de comercios, sino que es probable –como comienza ya a suceder– que se extienda a las casas, precipitando la debacle de la propiedad privada: es decir, lo último que necesita Acapulco en estos momentos. Una apología que es más bien la rendición de una autoridad rebasada trasladando a la sociedad el costo de su incapacidad.
Los reporteros de Latinus captaron a elementos de la Guardia Nacional no sólo consintiendo la rapiña sino participando en ella. Seguramente también les pegó muy feo el huracán. Hasta ahora no se ha confirmado si el Ejército –siguiendo la insinuación inicial del presidente, que no sólo destruyó al Fondo para Desastres Naturales[1] sino que repudió la ayuda de la sociedad civil porque la solidaridad amenaza su monopolio filantrópico– está reteniendo y confiscando la ayuda en algunas entradas a Acapulco. La Cruz Roja lo ha negado, pero si se confirman otras denuncias, el gobierno habría propiciado el saqueo y preparado un cocktail molotov que podría explotar si los señores de la guerra acaparan y vendan la ayuda, si el régimen la usa para la clientela electoral, si hay una invasión definitiva de predios, secuestros, violaciones o una matazón, como anticipan que podría suceder algunos expertos en seguridad.
Como es habitual, la nota la dieron nuestros comentócratas e intelectuales de izquierda, entregados a la adulación del sujeto-pueblo y a la perenne exculpación del régimen. No me sorprende que hayan sido los mismos que justificaron el atentado de Hamas a Israel. Es la misma dialéctica de injusticia histórica, desigualdad, anticapitalismo y anticolonialismo. El rapiñero es sólo una víctima a la que hay que apapachar, su voracidad es un grito desesperado en la noche triste de los 500 años.
En ese universo moral retorcido, creo, se encuadran otras formas de rapiña, de menor y mayor grado. Más o menos la misma cara lastimera usan el viene-viene y el franelero para apropiarse de la calle; la misma que usan los normalistas para botear en las carreteras; la misma que usan los paracaidistas para invadir las periferias; la misma que usan los porros para secuestrar el auditorio Justo Sierra de la UNAM. Parecen ejemplos insignificantes hasta que se extrapolan con alcance nacional: es la justificación de la que se sirvió Morena para agandallarse el fideicomiso del sismo en 2017; la misma que usan líderes sociales, sindicalistas y rentistas para impedir reformas; la misma detrás de la perversa rendición ante criminales vistos como dignos sobrevivientes del desamparo; la misma que ha reivindicado a Pancho Villa y a los asesinos de Garza Sada; la misma que sataniza nuestro legado español; la misma que tiene gobernando a Delfina Gómez y a Salgado Macedonio; la misma que lucró con Ayotzinapa; la misma que puso al frente a López Obrador, quien ata todo lo anterior con su infame defensa de las peores atrocidades bajo la etiqueta de usos, costumbres y tradiciones del pueblo. Una de esas tradiciones, uno de esos hilos conductores, es la victimización como licencia para el crimen.
NOTA
[1] El Fondo para Desastres Naturales (Fonden) se destruyó en 2020 junto con otros 109 fideicomisos. Tenía 51 mil 480 MDP. Hacienda confirmó que sus recursos se usarían para el Tren Maya. El gobierno creó un sustituto con el mismo nombre pero financiado con la tercera parte de fondos, de los cuales ha recortado el 23%. Con solicitud de transparencia e información de Juan Ortiz.
Pablo Majluf. Es columnista semanal de la revista Etcétera y escribe en Literal, Letras Libres, Reforma y Juristas UNAM. Panelista en “La hora de opinar”, de ForoTV, junto con Leo Zuckermann. Asimismo, conduce el podcast Disidencia. Estudió periodismo en el Tecnológico de Monterrey y Comunicación y Cultura en la Universidad de Sydney, Australia. Twitter: @pablo_majluf
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Posted: October 30, 2023 at 10:24 pm