Al nivel del mar
Rafael Villegas
Mi voz siempre ha sido un balbuceo.
Eso pienso mientras caminamos rumbo a la punta norte de la playa de San Pancho. (A) no ha tomado café y es sencillo percibir un malestar sutil que hace que su mirada evada al mundo. Es una manera de no estar. Y yo que hablo y hablo como lanzándole metros de cuerda o de tela de colores que extraigo desde el esófago. Pretendo que se agarre bien y encuentre el camino de regreso al mundo. Por suerte, ella es firme, permanece en otro lado, mis palabras surgen secas, anudadas por el mago sin saliva que a veces soy.
He olvidado el lugar en el bosque donde se dicen las oraciones, pienso, he olvidado las oraciones que acompañaban a la fabricación del fuego, he olvidado esas llamas como coronas que elevaban mi corazón, esa mente ahogada en misterio. Yo mismo estoy en otro lado. Pero no me callo. Que alguien me calle, por favor. Quizás el mar lo haga. Quizás la playa o la selva se impongan.
Debemos quitarnos los tenis y correr para cruzar un brazo de agua que existe y deja de existir con la marea. Tomo a (A) de la mano. Me gusta hacerlo y a ella le gusta que lo haga, me ha dicho. Tomarla de la mano nos vuelve más torpes, más lentos; si el agua nos arrastrara, nos llevaría a un estanque de agua dulce o a la propiedad privada de algún canadiense adinerado. Corremos y estamos del otro lado. Nos sentamos sobre rocas negras y porosas. Ahí volvemos a calzarnos. Veo algunas venas en sus piernas, como canalitos azules. El azul puede parecer negro bajo cierta luz, porque hay una oscuridad que nos recorre por dentro, aunque no bajo la luz de esta mañana en esta playa. Negras son las rocas, nada más. Negro imagino el corazón de la selva hacia donde caminamos. La selva es una oscuridad irremediable.
Hay una playita pequeña, como estacionamiento de Oxxo. Apenas caben, en batería, algunas lanchas de pescadores delgados y de bigotes salados. Veo arena en la nuca de (A). Me pregunto cómo llegó hasta ahí, si no hemos hecho nada más que mantenernos erguidos y fuera de este mundo hasta hora. Le pregunto a un pescador cómo cruzar la punta rocosa que separa esta playa de la siguiente. Me dice casi sin palabras, con derroche gestual, que hay que subir el cerro, que hay una cuerda ahí tirada entre las plantas, que la usemos para empezar a remontar el desnivel. Hay que subir y cruzar el brazo por su parte más alta. Me pregunto cómo entendí todo esto si el hombre no se dio el lujo de gastar más de dos o tres palabras. Si yo balbuceo y derrocho, este hombre es la economía de recursos que recomiendan en los talleres literarios a los que nunca asistí. Hay cosas que no se pueden decir con palabras, para eso está el rostro desconfiado de un extraño.
Subimos como treinta metros. Traer las piernas desnudas va a ser un problema, es decir, la vegetación será un inconveniente. Vamos a terminar lacerados. La piel de (A) es delicada. La he visto ponerse roja ante los tambores lejanos de la ansiedad. Pero hay que subir. Siempre, desde que la conozco, ha sido eso: subimos y seguimos. Yo no sé aún por qué lo hace ella, pero yo lo hago por la belleza y por el horror, como reza la recomendación de Rilke. Lo hago también por el amor, es decir: por la belleza y por el horror.
Un pescador que está sentado afuera de una casita blanca nos mira con aparente incredulidad. Nos pregunta qué hacemos, a dónde vamos. Le decimos que queremos llegar a la playa vecina. Nos dice que no es necesario subir el cerro, que nomás pasemos por el camino al final de la playa. Le pregunto si no es propiedad privada. Sí es, pero está abierto.
Aprovechamos. La primera costumbre inmoral de los poderosos es apropiarse de los caminos. Dictarlos. Fragmentar los espacios para evitar que sean atravesados libremente; de esa manera, logran quebrar el alma de las personas. Prohibido el paso, prohibido existir en este territorio, prohibido imaginar que este mundo es tuyo. Hay una casa grande y notoria sobre la punta rocosa. Dos arcos de entrada que sólo pueden cruzar los que tienen títulos de propiedad. Pero esta mañana los candados no existen. No nos preguntamos por qué. Pasamos una placita adoquinada con una fuente de motivos marinos. Y al otro lado, a unos cuantos metros, un arco sirve de marco ideal para una foto convencional, como de postal, de Playa Malpaso.
Resulta que hay veces que el camino se abre, como si exigiera ser andado de esa manera, sin complicaciones. El camino no tiene que ser un reto para ser camino, ni la aventura un embrollo para ser historia. El camino puede exigir de nosotrxs sólo la disposición para andarlo. Entonces no siempre tenemos que subir, (A) y yo descubrimos que también podemos andar al nivel del mar.
Establecer el nivel del mar es problemático. La altura de las costas del mundo no es uniforme. Decir “al nivel del mar” implica una inexactitud esencial. Dejamos huellas sobre la arena incierta que descubren y ocultan las mareas del tiempo.
Acaso lo demás, a partir de este punto, no sea digno de contar. Podemos descartarlo como crónica de interés viajero, con recomendaciones útiles para consumidores de experiencias naturales. De Malpaso recuerdo a (A). Está sucediendo, pero ya la recuerdo. La recuerdo andando delante de mí o detrás de mí, nunca a mi lado. Nuestros cuerpos se colocan en situación de enmudecimiento. A veces no deseamos hablar mucho. Las palabras pueden alterarnos, meten un ruido innecesario en el frágil equilibrio que nos permiten, en ocasiones, la ansiedad y la tristeza. Veo la playa dorada bajo los pies de (A); escucho que olas inhóspitas a nuestro costado derecho rebotan en las paredes verticales al otro lado. Una playa como esta es un túnel. Personas como (A) y yo podemos sentirnos cómodos bajo esas ilusiones de encierro que lo simplifican todo.
Estoy bien. Siempre creí que la literatura debía tratarse sobre estar mal. Esto que escribo, entonces, no ha de ser literatura.
¿Alguien ha nombrado la nostalgia del presente? Ahí está ella, junto a un árbol de copa extendida, a contraluz, una silueta. Su malestar por no haber tomado café, me parece, se ha ido. (A) ya no está en otro lado. Está aquí.
Fingimos que somos las primeras personas en atravesar esta playa, entonces hallamos unos bóxers Hollister colgados de una rama enterrada, como bandera del explorador pícaro que nos precedió. Pero hoy, justo hoy, esta mañana, hemos descubierto la playa. Playa Hollister. Reímos. Nadie ha visto antes lo que vemos. Y esto es cierto. La mirada es irrepetible siempre. Dos brazos de rocas se extienden sobre la arena, a veinte metros de distancia uno del otro. Son un abrazo. Playa Abracito. Nos fotografiamos. Ella me toma una foto mirando el mar sobre unas rocas grandes. Título: Caminante sobre un mar. Punto. Al nivel del mar. Yo le tomo una foto casi a ras de un suelo cubierto de vegetación color verde oscuro, nostálgico, como de pérdida irreparable. Tal vez la desature para que, en el futuro, al verla, si es que nos hemos perdido, si es que ya no andamos, no me dé tanta tristeza.
Esto terminará mal, seguro. Terminará con alguien llorando. No recuerdo si ella lo dice, si yo lo hago o si llegamos a esa certeza al mismo tiempo. Pero estamos de acuerdo. Al final, alguien terminará llorando. O ambos. Y seguimos. Caminamos en silencio. Paramos después de un par de horas y extendemos las toallas que hemos sacado del Airbnb (una casa rodante muy curiosa en medio de un jardín donde no entra la señal de internet). Dejamos los tenis por ahí. Ella se acuesta y toma el sol. Yo aprovecho para tomar fotos de todo, incluso de nuestros zapatos. No hablamos. No nos atrevemos a entrar al mar, que se nota voraz. Me siento junto a ella, me he quitado la camiseta, pero me cubro con la toalla. No sé cómo tomar el sol, nunca me ha agradado, pero me gusta cómo se ve sobre la piel de (A). Me gusta ver mi reflejo en sus lentes oscuros. Me gusta, por un momento, perder el habla. El balbuceo. La ansiedad por desentrañar el misterio de las cosas. Todo falla. Aquí, con ella, donde no hay ninguna divinidad que escuche nuestras oraciones, en este lugar donde la esperanza no es necesaria, donde se puede estar sin lengua y los ojos se saben incapaces de percibir el claroscuro de lo que existe. Hay viento cálido y olas ruidosas. Y sé que el habla regresará, que el malestar nos azotará de muchas otras maneras, pero no aquí, no esta mañana de noviembre. Incluso la nostalgia del presente se esfuma.
Anduvimos un poco más. Quisimos cruzar la siguiente punta para llegar a Sayulita. El agua impidió que cruzáramos por la playa. Nos adentramos, entonces, en la selva. Ahí le tomé una foto a (A) bajo una oscuridad húmeda y salvaje. Se la tomé de lejos, como perdida, como hablando con gigantes vegetales que de alguna manera entendían su lengua. La lengua secreta de ella. La lengua con la que cruza el mundo y quema la hojarasca que pisa. Ahí, en esa selva, nos perdimos; no logramos llegar a Sayulita. El camino, entonces, se transfiguró en adivinanza. Hay que dejarse vencer por el camino para entenderlo. Entenderlo es más importante que remontarlo.
*Este texto se leyó durante el encuentro organizado por Literal, “Condiciones materiales y la búsqueda de lo real”.
Imagen de Rafael Villegas
Rafael Villegas (Nayarit, 1981) es montañista aficionado y autor de una docena de libros, como Animal verdadero, Apócrifa, Lengua noche. Sueños de 1985 a 2019 y La memoria articulada. Cómic, autobiografía y cultura histórica. Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2005, Premio Nacional de Cuento José Agustín 2009 y Premio Narrativa Casa Wabi – Dharma Books 2022. Becario de Jóvenes Creadores del FONCA (2010-2011 y 2016-2017) y Creadores con Trayectoria del PECDA Jalisco (2020-2021). Seleccionado en la edición 2019 del programa “¡Al ruedo! Ocho talentos mexicanos”, de FIL Guadalajara. Es Doctor en Historiografía por la Universidad Autónoma Metropolitana y trabaja como profesor en la Universidad de Guadalajara.
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Posted: May 11, 2022 at 9:36 pm