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Poniatowska y Arreola: Los restos del naufragio
COLUMN/COLUMNA

Poniatowska y Arreola: Los restos del naufragio

Miguel Cane

La controversia suscitada en torno a las declaraciones hechas hace unos días por Elena Poniatowska, reconocida como una de las más eminentes figuras literarias del México actual respecto de una presunta (aunque esto no se ha aclarado y solo se alude en el texto de una novela) agresión sexual por parte del extinto Juan José Arreola –nacido en 1913 y reconocido escritor que falleció en 2001), han servido para abrir una nueva puerta en el movimiento de derechos de la mujer y colocan al intelectual muerto en una nueva perspectiva. Sirven también para ventilar lo que era un “secreto a voces”, ya conocido en la esfera literaria nacional y que ahora adquiere matices muy distintos.

El tema del affair Poniatowska/Arreola es asunto complejo, hoy día muy erosionado por el tiempo transcurrido. Claramente hubo una relación sexual entre un hombre mayor de 40 y una joven de 22 años, aunque no exactamente una violación per se pues hay documentación escrita por ella que señala que los encuentros eran consensuados. Si bien solo ellos saben con certeza los detalles íntimos, hay hechos irrefutables: existe un hijo nacido de esa relación y es penoso que se exhiban las circunstancias de su concepción exponiéndola al morbo y escarnio cuando no debería ser así, sobre todo partiendo de la interpretación ficticia de un acontecimiento que la autora decidió presentar en el marco de una novela y desde su propia visión personal. Las circunstancias, incluso ocurridas en otro momento histórico, no cambian. Él era el hombre, ella la mujer y aunque en ese momento se esperaba que la conquista culminase en coito (deseado o no), no deja de ser una situación en que un hombre mayor tuvo control total sobre una mujer más joven y no afrontó las consecuencias de sus actos, sin que importe el hecho de que ella aceptara (o no) esa misma situación, manteniéndola en silencio por décadas.

Hay quienes argumentan que fue Elena Poniatowska quien abrió la puerta a este escabroso tema al dar una entrevista al diario Excélsior durante la pasada edición de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, y que por lo mismo debería asumir la responsabilidad por lo desatado. Yo creo que lo hace plenamente. La autora de Lilus Kikus, Tinísima y, ahora, de El amante polaco (donde se hace clara alusión al hecho) no lo ha negado y en cierta forma tiene razón al decir que era secreto a voces: aunque nunca habló del tema, en la sociedad mexicana de finales de los años 50 y principios de la década de los 60, uno de los chismes intelectuales que corría era que el padre del primogénito de la hija mayor del príncipe Jan Poniatowski y Paula Amor, era el autor oriundo de Zapotlán el grande (hoy Ciudad Guzmán). “Yo nunca dije su nombre”, apuntó Poniatowska, ejerciendo derecho de réplica, “y algunos lo sabían, pero él nunca conoció a su hijo”.

El argumento que se esgrime a favor de Arreola, es que no está aquí para defenderse, aunque en vida tampoco negó el vínculo que lo unió alguna vez con la escritora y ostensiblemente lo trató como una relación amorosa fugaz. Quizá su percepción del hecho fuera errónea y no veía las cosas como ella, del mismo modo en que la Poniatowska de 1954 no ve lo mismo a los casi 88 años. ¿Y finalmente, quién si no ella para contar un pasaje de su propia historia en la voz que decida? Ella asume la responsabilidad de lo escrito y no se escuda para negarlo, en nada.

Como muchos, yo no creo que este destape (y ni tanto) tenga como objeto vender libros – algo que los propios herederos de Arreola han señalado en su réplica–; en este, un país donde a duras penas se lee, Poniatowska es uno de nuestros escasos bestsellers consuetudinarios básicamente por su firma (no necesariamente por la calidad de su obra, que suele ser dispareja, yendo de lo sublime a lo confuso).  No necesita absolutamente de ningún tipo de faramalla para generar publicidad o ventas. Menos aún de algo tan engorroso.

La propia Poniatowska asegura no haberse sentido dañada por el hecho, ni se victimiza en ningún momento. Esto es algo muy importante; ella solo alude a su juventud y (acorde a sus palabras textuales, “inexperiencia”). Este es un episodio complicado en la vida de dos figuras de las letras nacionales que han aportado mucho para el desarrollo de futuras generaciones que dieron pie a la nuestra, y que ahora trasciende al fuero común de los medios.

¿Le creo a Elena Poniatowska? Desde luego que sí. Nunca pondría en duda su seducción por parte de Arreola, que de no haber sido consensuada (y las cartas de su puño y letra la muestran así) debería entonces ser objetable. Emmanuel Haro Poniatowski, hoy un doctor estimable por mérito propio, es prueba ontológica de ello. También creo que lo quiso desinteresadamente, y que ahora revisita ese episodio sin amargura ni afán de exhibir a alguien que fue algo para ella en un punto crucial de su educación emocional y profesional.

También creo que Arreola no estaba al corriente de cómo lo iba a juzgar la historia y con un descuido cruel (tan cultivado entonces para ser “un hombre”), actuó sin saber que estaba siendo partícipe de un acto que trascendería como reprobable en un futuro (mas ignorar esto no es excusa, conste) para él este adulterio pasional vivido con la joven Poniatowska (hecho que de por sí resultaba  reprobable por la gazmoñería mexicana en 1954) fue algo muy distinto a lo que hoy en día es aceptable o no por la norma. Pero esto no lo hace menos responsable.

Su actitud fue la de un macho mexicano del montón: se desentendió completamente de toda responsabilidad sobre el vástago; nunca lo conoció, ni aportó un peso a su salud, educación, cultura o esparcimiento. Preterizar un hijo ilegítimo (término que sigo encontrando abyecto y objetable) era la norma burguesa en la época y Arreola, como sujeto de la misma pese a su actitud bohemia, se ciñó a esta. Poniatowska fue quien se hizo cargo de su hijo desde un principio –y el hecho que algunos han señalado, de que tenía los medios para hacerlo, y después contó con el apoyo de su marido, el astrónomo Guillermo Haro es irrelevante: otras madres solteras hicieron lo mismo con mucho menos.

La familia del escritor fue la que puso nombre y apellido al personaje únicamente identificado como “el maestro” en las páginas de El amante polaco: de este modo fue que se avivaron las llamas en el escándalo literario du jour. Poniatowska ejerció su inalienable derecho de relatar un episodio de su vida mediante la ficción –y ese es un punto importante a señalar. Es su libro, es su historia, y ella puede reproducir, en clave de novela, amparada por la narrativa y por su pluma, cualquier acontecimiento como lo encuentre pertinente a su interés como, precisamente, narradora. Ella misma ha dicho: el hombre en mi novela es “el maestro”, y no tiene nombre. Asumir la identidad velada y hacerla real es responsabilidad de los deudos del escritor jalisciense, sin tener en consideración que, finalmente, esta es una confección imaginaria sobre un personaje que puede (o no) ser real. Sea como fuere, es la historia de Elena Poniatowska y ella puede contarla como mejor le parezca, más aún desde una perspectiva y una orilla muy lejanas y ajenas hoy a la de su juventud.

Lo cierto es esto, y quiero recalcarlo: en ningún momento se identifica Elena Poniatowska como víctima. Han sido redes sociales, medios y la propia, acalorada reacción del clan Arreola los que la han señalado como tal. Si alguien me pregunta (y finalmente, este es un texto de opinión, y es solo mía) yo diría que la autora, sea como fuere (haciendo a un lado las perennes acusaciones que hay sobre su técnica y sobre sus personalísimas y particulares simpatías políticas, que no vienen al caso) y con todos sus derechos y consecuencias intactos, emerge de la ficción y de esta circunstancia, como una superviviente de una situación de desventaja en poderes. Emerge como tantas otras mujeres de su generación y posteriores (incluyendo la de mi madre), que no se quebraron ante la violencia, por pasiva que esta fuera, sobre su género.

Ahora bien, es verdad que hay muchos matices sobre el tema, pero quemar ejemplares de Confabulario y sacar a orear un cadáver para apedrearlo, no es de ninguna manera una solución para el problema que tenemos a mano: el acoso y agresión sexual a mujeres en el ámbito literario (que como en muchos otros ha ido en alarmante aumento en épocas recientes).

Existen muchos otros escritores hoy en día (yo conozco a más de uno y me da vergüenza haberlos considerado amigos alguna vez) que en total indulgencia de sus egos, no miden los límites del trato social con las mujeres en su entorno, para proponer relaciones sexuales a sus interlocutoras y lo hacen de un modo desconsiderado y comúnmente cerril. Y no por ello, en su mayoría (de manera inexplicable), pierden su prestigio ni ponen en riesgo sus carreras.

Acaso será que es más fácil hacer ejemplo de un muerto como Arreola, si bien en el tiempo presente existen estos escritores machitos, varoniles, muy preocupados por ocupar el sitio que dejó vacante con su muerte Carlos Fuentes, quienes deberían tener muy claro que hoy día las editoras, alumnas, becarias, admiradoras o asistentes no son las mismas mujeres de hace décadas y no tienen motivo alguno por el que soportar insinuaciones, proposiciones o manoseos “inocentes”.

El único pretexto que se puede aducir a la conducta reprehensible de Arreola (y ni lo justifica tanto, solo lo pinta en su propia, pequeña dimensión en el tiempo), en un momento dado, es la congruencia con las actitudes prevalentes en torno a la masculinidad tóxica que se fomentaba en  el periodo histórico en el que creció y desarrolló –uno sabe que Fuentes, Garibay, Spota, Rulfo, Ramírez Heredia, Paz, Galindo, Yáñez, etc, crecieron con esas mismas nociones y actuaban acordes porque era lo esperado de ellos–. No obstante, a los machitos tenorios de hoy no hay excusa que los exima de la responsabilidad de sus acciones, por más que algunos terceros (comités de ética editorial, amigos editores –y amigos/editores–, a veces hasta sus parientes y parejas) se esfuercen en eximirlos o incluso solaparlos, todo en el nombre de un cariño o camaradería o complicidad tan nocivos como la actitud del autor de marras.

Desafortunado incidente pues es este que se descubre entre las páginas de la novela más reciente de la escritora mexicana. Mas si ella afirma no buscar drama en ello, sino simplemente contarlo.  Ahí está, como parte del testimonio de la historia de amor (fracturado o no) transpirado entre dos personas que se desnudaron en un departamento una, dos o varias veces, lejos de los mirones del mundo, hace mucho tiempo.

Es un momento preservado en el tiempo, del que solo ellos dos sabrán la verdad, si bien la recolección del recuerdo puede ser distinta para quien sobrevive, pero ella tiene todo el derecho imperante de contarla, como ella quiera. Porque esta es su historia.

 

Miguel Cane es autor de la compilación Íntimos ensayos y de la novela Todas las fiestas de mañana. Es colaborador de Literal. Su Twitter es @aliascane

 

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Posted: December 16, 2019 at 5:31 pm

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